Esther Alonso

Ser o Tener

Esther Alonso


Abstención

28/12/2022

Mi primera lección sobre la Justicia fue bastante temprana: al poco tiempo de empezar uno de los primeros cursos escolares, alguno de mis compañeros quiso hacerse el gracioso con una profesora que estaba para pocas bromas, y sacudió el borrador sobre su asiento, de tal manera que, cuando ella se sentara, todo su trasero quedara manchado de tiza. El diablo, que sabía más por maestra que por diablo, descubrió el episodio antes de ocupar su silla y, para hacer emerger a la superficie al culpable, decidió llevar a cabo una práctica que, a juicio de lo que he visto en los colegios de mis hijos, sigue tan vigente como entonces: dejarnos a toda la clase una semana entera sin recreo hasta que el de las manos blancas se entregara o fuera delatado. Lo cual, no ocurrió jamás.

Diferentes episodios de mi vida en los ámbitos doméstico, laboral, social, etc., han venido a recordarme que, pese a que tanto en el ámbito divino como en el humano el valor de la Justicia ocupa uno de los tres podios ganadores, junto a los de Libertad e Igualdad, seguramente sea, de ellos, el menos real. De hecho, lo que en los últimos años está aconteciendo tanto en las esferas más elevadas del poder Judicial como en el Tribunal Constitucional, con la caducidad de sus cargos y la significación ideológica de sus miembros, no viene sino a reforzar esa sensación de que, además de ser cara y lenta, la Justicia, y quienes deben velar por ella, son tan manipulables como los propios miembros de los otros dos poderes del Estado. De tal forma que no creo que en los 45 años de democracia la Justicia tenga peor valoración por parte de la opinión pública que en la actualidad. Y de seguir el mismo camino que lleva, podría, incluso, hasta superar la desafección que los ciudadanos mantienen hacia el Legislativo y el Ejecutivo, y sus réplicas autonómicas.

El riesgo de esa valoración negativa no es baladí. Pues si a esa animadversión por los tres pilares del Estado de Derecho se termina uniendo la percepción social de que servicios públicos esenciales como la Sanidad y la Educación tampoco funcionan, la respuesta ciudadana podría ser la peor de las posibles: dejar semivacías las urnas, pues no hay mayor fracaso para un sistema democrático que la abstención sea la opción más elegida por la mayoría.