Ni creo que sea útil, ni necesaria, al menos para su fin natural. Justo en un mes estaremos viviendo, otra vez, la denominada jornada de reflexión, ese generalmente sábado en el que por fin no hay discursos políticos cargados de argumentarios manidos para supuestamente persuadir a un elector, que, al margen del partido al que vaya a votar, está cansado de promesas de cuento, que, con demasiada frecuencia, en cuento se quedan.

Ese obligado silencio político, un mini paréntesis, al menos sí se agradece. Esta vez nos pilla, además, en ruta, con media España entre maletas, ajena a sus rutinas. En verano no hay horarios y tampoco audiencias fieles. Frente a una caña en una buena terraza no veo como planazo alternativo un debate, ese escenario mediático con mucha retórica y poca fidelidad entre el candidato, su discurso y los hechos post elecciones.

La campaña en verano, la oficial, porque sabemos que vivimos en una continua, quizá sea la principal novedad de los 15 días previos a los comicios. Quién sabe si lo anodino de las fechas nos pueda traer estampas curiosas con candidatos dándose un baño. Porque la estrategia del político a pie de calle pegado al ciudadano a veces no se mide bien y se va de las manos. Más soluciones y menos decoración.

El tiempo para esa jornada me hace pensar en el tiempo, sin tiempo, ese carísimo intangible, para reflexionar. De lo individual y lo colectivo. Sobre lo último, me paro a pensar en qué es realmente hacer política. En por qué parece que resuenan más los discursos de las descalificaciones y no los de los hechos. Y en por qué se normaliza. En el favor que nos haríamos centrando políticas en aquello que ocupa y preocupa al ciudadano, en por qué el tiempo va de pactos para gobernar en vez de grandes acuerdos a nivel nacional para avanzar como sociedad, empezando por la Educación, primera garantía de progreso. ¿Reflexión?