El ser mitológico favorito de muchos aficionados es el futbolista de élite que no parece un maniquí, que sabe que es un privilegiado y, por eso, no obstante, asume su profesión con normalidad y no como una divinidad a la que adorar, dando buen uso a buena parte de su (mucho) dinero... En definitiva, que lamenta o festeja con mesura porque no es idiota: sabe que es un ídolo, pero no ha olvidado que es una persona. En todos los parámetros de esta descripción entran apenas un puñado de jugadores de primer nivel. El más reconocible de todos, Sadio Mané, uno de los atacantes de moda en el horizonte del fútbol mundial.
El atacante del Liverpool cerraba el pasado martes el duelo de La Cerámica y el billete a la gran final de la Champions anotando el 2-3, un gol sellado con ese estilo inconfundible que lo ha hecho gigante: la virtud de llegar a la pelota una décima de segundo antes que el rival. Metió la puntera para convertir la salida de Rulli en un loco viaje sin destino; metió la puntera para evitar la entrada desesperada de Foyth… y la puerta se le quedó vacía para firmar un tanto que celebró sin celebrar, abrazado a sus compañeros pero sin cambiar el gesto. Como un burócrata del gol que rara vez muestra euforia por respeto a los rivales. Un tipo extraño en un mundo de divos.
¿El lujo?
Mané fue noticia mundial hace tres años cuando le preguntaron por el reloj que lucía en una foto que se hizo viral: un 'legendario' Casio digital de unos 20 euros. Su respuesta en una televisión de Dakar fue para enmarcar en una camiseta:«¿Para qué quiero 10 Ferraris, 20 relojes con diamantes y dos aviones? ¿Qué haría eso por el mundo?», fue su respuesta. Dejaba implícito que podía adquirir todo eso sin problemas cobrando seis millones de euros netos por temporada, pero el delantero 'red' jamás ha olvidado sus orígenes: Banbali, una pobre y pequeña población de Senegal.
Su mente y su corazón están mucho más cerca de ella que de los focos, las casas de tatuajes, las portadas de los grandes medios, la exposición permanente al escrutinio de la crítica o la gloria pasajera de las redes sociales. De forma consciente y constante, Mané ha hecho del compromiso y la humildad su bandera, tal vez porque jamás olvidará que fue una colecta en su aldea la que sirvió para pagar su viaje e inscripción en la academia Generation Foot de Dakar;y ese mismo dinero dio de comer a la familia que lo acogió en la capital de su país porque al chico se le habían quedado pequeñas las explanadas de arena del poblado.
A los 18 años, el Metz francés hizo realidad el sueño del chico y el de todo Banbali: su primer contrato profesional. El pequeño Sadio (1,74 metros y 62 kilos, unas medidas apartadas del apolíneo futbolista moderno) lo había conseguido. Como no dejó de crecer, pronto entraría en el voraz mercadeo europeo:la maquinaria 'Red Bull' lo reclutó para el Salzburgo inmediatamente. En la 13/14 reventó como goleador: alcanzó los 23... precisamente los millones de euros que pagó el Southampton para colocar al senegalés en la Premier. Y tan solo dos años después ya había enamorado a Jürgen Klopp, que lo convirtió en la piedra angular del 'rock and roll' de su Liverpool a cambio de 42 'kilos'.
Construir escuelas
En este punto, ante un futbolista 'normal', lo 'normal' sería citar sus cinco títulos con los 'reds' (la Premier'20 y la Champions'19 a la cabeza) o, más recientemente, la Copa de África ganada este año con Senegal y que le permitiría (si cierra el curso con la Champions) firmar el año más especial de su carrera, ahora que acaba de cumplir 30 años. Pero ante lo 'distinto', las mejores declaraciones del hombre que no hace declaraciones: «Con lo que gano construí escuelas, un estadio, proporcionamos ropa, zapatos y alimentos para personas en extrema pobreza». Además, dona 70 euros el mes a las familias más necesitadas de la zona (casi todas). De alguna manera muy reconocible, para tipos como Sadio Mané, los goles no son el fin sino el medio, parte de una misión muy superior a ganar títulos.