Tengo que reconocer que cada vez entiendo menos al género humano. No caeré en la infantil tentación de afirmar que en la vida el mundo está dividido entre personas buenas y malas. Ni siquiera me atreveré a decir aquello de que no existe ni el blanco ni el negro, sino una infinita gama de grises. Yo prefiero pensar que las personas se dividen entre los que damos las gracias y los que no lo hacen nunca.

Nosotros, y me incluyo quizá de manera un tanto egoísta, demostramos así que buscamos un tratamiento agradable con los demás y que agradecemos la buena disposición que la gente tiene con nosotros. Sin embargo, con la autoridad que dan las canas, uno ve cómo a esos que esquivan la buena convivencia y eligen ocupar un estado de superioridad frente a los demás aprovechando la comprensión ajena, la vida les suele tratar mejor, y sus amaneceres aparecen más despejados y sin nubes que generen preocupaciones importantes.

Mi tía, una anciana de noventa y muchos años, se encuentra ingresada en el HUBU en estado grave. Para mayor desgracia, se ha contagiado de una bacteria que implica su aconsejable aislamiento y una cierta restricción de visitas. Es por ello que sus familiares y seres queridos dependemos de las llamadas telefónicas de los médicos para conocer novedades sobre su estado. Yo comprendo que las obligaciones en un hospital son máximas, los pacientes muchos y el trabajo complejo. Pero no se puede dejar pasar casi una semana sin ofrecer ningún tipo de noticia de la enferma, por mucho que las exigencias de la salud ocupen al máximo el tiempo de los doctores. 

Es encomiable el afán que estas personas, que han decidido dedicar su vida al bienestar de los demás, ponen en su trabajo, pero deben pensar también que detrás de cada enfermo hay una familia que sufre y a la que no se la puede dejar indefensa ante su preocupación. Desgraciadamente, como decía antes, seguro que mañana el amanecer de mi familia estará lleno de nubes.