Cuesta pensar en un artilugio fabricado hace 30, 40 o 50 años que siga funcionando. Y todavía es más difícil imaginar que alguien quiera usarlo en lugar de utilizar sus descendientes más modernos y, posiblemente, cómodos y eficaces. Ese principio general sirve para todo, excepto para las bicicletas.
Este verano, más que nunca, se han visto en los pueblos de esta provincia cientos de bicis con décadas, miles de kilómetros y toneladas de historias encima. La pandemia ha terminado con las existencias de velocípedos en las tiendas (doy fe) y, tal vez, muchos han husmeado en los desvanes en busca de la bici del padre, del abuelo o de la propia en la niñez. Y ahí están esas joyas, apoyadas sobre fachadas de sillería; junto a viejas puertas que lo han visto todo; o como contrapunto de adobes y ventanas con persianas de tablillas... Y quedan tan bien ahí, en su descanso apacible, que parece que fueron diseñadas para posar toda la eternidad en ese escenario.
Estas bicicletas de pueblo son libres como niños de pueblo. Jamás a nadie se le ocurrió atarlas, como es costumbre en la ciudad, y, de alguna manera, no tienen dueño; a lo sumo un usuario principal, que cambia con el tiempo. Hoy puede que no quede rastro en el mundo de la persona que la eligió y compró pero, tal vez, su nieto la haga derrapar en las mismas calles.
Estas bicis han pasado por todo lo imaginable: algunas fueron medios imprescindibles para la supervivencia, como le sucedía al protagonista de Ladrón de bicicletas o a los sufridos riders, y han acarreado a su ocupante y cualquier cosa inverosímil en sus parrillas de pueblo en pueblo. Otras han sido el regalo soñado de niños que ya no lo son, el primer pasaporte a la libertad, el instrumento para merendarse el horizonte. Por eso sus nombres resuenan aún en los que las montaron como si fuera la alineación del Olimpo griego: BH, Torrot, Orbea, California, GAC, Derbi Rabassa.... Cuesta no volar al oírlos.
Pero más allá del poder evocador que estas bicis puedan tener en los que las disfrutaron en otros tiempos, su encanto reside en que hoy en 2020 son, nada más y nada menos, la bici del pueblo de un chaval. Y el que lo ha sido sabe lo que eso de verdad significa.