Malditas guerras

ANGÉLICA GONZÁLEZ
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Varias familias ucranianas refugiadas en Burgos recuerdan cómo ha cambiado su vida en un año desde que Rusia invadió su país. Son pesimistas sobre el final del conflicto, siguen conmovidas por la generosidad que han encontrado aquí.

Marina abraza a Tatiana, su madre, que no puede evitar las lágrimas al recordar los misiles cayendo junto a su casa y la despedida de su marido, que permanece en Ucrania. - Foto: Luis López Araico

Hace un año y, pongamos, tres meses, los protagonistas de este reportaje andaban ocupados en sus líos de trabajo, pensando en los exámenes, en comprarse una falda, en que hacía falta darle una mano de pintura al garaje o en llevar a los niños a las actividades extraescolares. Algunos ya estaban buscando el sitio al que iban a ir a veranear, soñando con la próxima fiesta de su cumpleaños o con el regalo de aniversario para su pareja. Son gente normal, como quien lee ahora estas líneas, que no tenían miedo a salir a la calle y a quienes les gustaba pasear por su ciudad, hacer deporte o salir al cine. Y una mala noche todo saltó por los aires. 

Tatiana Oljovska, de 43 años y administrativa en una tienda de material tipográfico, tiembla cuando recuerda los primeros bombardeos en la pequeña ciudad en la que vivía, a apenas unos veinte kilómetros de Járkov, y no puede evitar llorar. A su lado, su hija Marina, de 12, le escucha atentamente a pesar de que anda enredando con su móvil y, en algún momento de la conversación, le abraza. Ha sido terrible para ellas (y para Cristina, la melliza de Marina) tener que separarse de Viktor, el marido de Tatiana y padre de las chicas, con el que, por suerte, hablan a diario y tiene trabajo allí. Él quiso que ellas se marcharan después de que la familia le diera muchas vueltas: «Según iban yendo las cosas unas veces hacía la maleta y otras veces, la deshacía». El día que cayó un misil tan cerca de su casa que todo tembló como si hubiera ocurrido un terremoto fue definitivo. «Mi padre nos abrazó muy fuerte a las tres y decidimos que había que marcharse, él se ha quedado al cuidado de los abuelos», recuerda la adolescente.

Dice Nadia Chmyr -ucraniana que lleva 22 años en Burgos y que con su marido, José Ignacio Alonso, y el apoyo del colegio de Jesuitinas lleva un año dividiéndose por mil para ayudar a todo el que llega de su país- que no encuentra el término exacto para traducir el dolor de Tatiana cuando narra cómo fue la despedida de Víktor en la estación del tren: «Dice que fue terrible, más que terrible, no sé qué palabra usar, que no podían parar de llorar, que lloraban a mares, sin consuelo».

El relato de la huida de aquel infierno pone los pelos de punta. Tanto Tatiana como Liudmila Burova, de 51 años, recuerdan salir de los sótanos donde se escondía para, de forma inmediata, ir apiñadas en vagones tan llenos de gente que no les quedaba más remedio que quedarse de pie. Se habían convertido en refugiadas, la guerra les expulsaba de su propio país como a tantos miles de personas en todo el mundo. En el caso de la primera, tenía una amiga en Burgos que no dudó en ofrecerle su hospitalidad: «Tardé siete días en llegar y solo tenía ese objetivo en la cabeza. Yo no elegí Burgos, Burgos me eligió a mí», dice, sonriendo, quizás por primera vez en la conversación.

Liudmila también está extremadamente triste. Solo al final de la entrevista recordará que ese mismo día (el pasado jueves) era el cumpleaños de su hijo, al que hace meses que le perdió la pista y que cree que está en territorio ocupado. «34 años cumple», afirma, mientras se seca las lágrimas. Ella vino aquí con otra hija de 14 años, Veronika, que tiene muchas ganas de volver y de ver a sus amigos. A la madre le gustaría quedarse pero no saben qué pasará. De momento, está muy adaptada, va haciendo progresos con el español y ha trabajado casi todo el tiempo tanto en hostelería como en una residencia de ancianos. Además, desde su casa se ve la Catedral.

Valery Veliyev, de 60 años, va con su curriculum por delante. En el texto plastificado se puede leer que es ingeniero y que ha trabajado como docente, como técnico de equipos de refrigeración y como comercial, que habla ruso, ucraniano, un poco de inglés y otro poco de español y que es una persona trabajadora y responsable. Como el resto de sus compañeros lleva todo este tiempo peleándose con el idioma, tan diferente del ucraniano. Por eso, en la clase ha escrito unas palabras en español que quiere que reproduzcamos: «Que siempre haya un cielo tranquilo sobre España. No a la guerra, gloria a Ucrania. El mundo debería estar dominado por el amor, el perdón y la bondad. Todo esto lo vimos en España. En nombre de todos los ucranianos quiero agradecer al gran país de España por la gran ayuda a los refugiados y tengo sentimientos cálidos y especialmente tiernos para la organización Accem por ayudarnos y cuidar de nuestra vida», dice la hoja de su cuaderno.

Precisamente en la sede de Accem tiene lugar la entrevista en la que Valery está acompañado por el matrimonio formado por Genadii Koval y Olexandra Veliyeva, con dos de sus siete hijos, los mellizos Amina y Emin, que en mayo cumplirán tres años y que juegan con un coche de bomberos ajenos a todo el drama que viven sus mayores. Él era taxista en Kiev y asegura que formó parte de un cuerpo de seguridad nacional. Es el más pesimista de todos porque cree que la guerra durará aún varios años más y también el único que no ve al presidente Volodímir Zelenski como un héroe sino como un business man, -así le llama- como un hombre de negocios.

Hace las labores de traducción Cristina Melnykova, que con apenas 16 años habla con mucha soltura español porque ya lo estudiaba antes de que la guerra le expulsara de su país. Es una joven despierta, que sigue estudiando bachillerato en su país online y a la que le gustaría ir a la universidad y ser periodista. Gracias al whatsapp sigue en contacto con todas sus amigas, a las que echa mucho de menos -Nadia Chmyr dice que el hecho de que internet nunca se haya cortado en el país ha hecho que las cosas sean un poco menos difíciles, sobre todo durante los bombardeos-. En Burgos Cristina se ha adaptado muy bien y hasta sigue practicando la esgrima, deporte que lleva realizando muchos años. «No sé qué será de nosotros pero solo espero que tanta violencia se termine cuanto antes».