Es la ciudad por la que más he andado, y eso que en París anduve desde los Campos Elíseos hasta el Barrio Latino, y desde allí hasta la plaza Le Marais deteniéndome a descansar en Nôtre Dame recordando a Quasimodo y Esmeralda ante la muchedumbre enfervorecida. En Barcelona no se me cansan los glúteos ni la espalda ni los pies en mis largas caminatas. En la última, ayer mismo, me recorrí toda la Vía Augusta hasta la Diagonal, luego continué hasta el paseo de Gracia y de allí a la Rambla. «Las ciudades son libros que se leen con los pies», dice el cantautor uruguayo Quintín Cabrera, y yo practico su enseñanza como un alumno aplicado. Soy andarín hasta la extenuación y ojo avizor al entorno.
En Barcelona, donde he ido mucho, siempre recuerdo mis caminatas entre serenas muchedumbres de extranjeros (sobre todo nórdicos, yanquis y japoneses), grupo en el que los independentistas quieren meter a los del resto de España. Cuando las festivas y airadas trombas del procés, escribiendo un reportaje en Barcelona, uno me dijo: «Un español y un chino tienen en común que no son de aquí». El hombre destrozó con una frase ágrafa muchos siglos de historia ilustrada. En aquellos días, los ejércitos serenos de turistas fueron suplantados por los soberbios independentistas que llegaban del interior. Tomaron la ciudad como un ejército de sombras de un ayer inexistente que quiere conseguir un futuro imposible. Entonces llevaba algún libro de Agustí Calvet (Gaziel) en mi mochila, y cada vez que escuchaba bramar leía un artículo de ese sabio periodista, o recordaba a Ortega hablando de esa dialéctica eterna y sin solución que es el mal llamado»problema catalán», pues debería denominarse «problema españo».
Ayer, mientras caminaba por la Rambla de Cataluña y el paseo de Gracia vi otra muchedumbre más silenciosa. No había ni un turista. Era solo la gente de aquí que caminaba entre escaparates ciegos, metiéndose por la senda que las hordas habían dejado oliendo a humo. La madera envolvía los cristales rotos. No muy lejos, por la Gran Vía, cortada por los Mossos, los destellos azules intermitentes y el resplandor del fuego avisaba que devastada una zona se habían trasladado a otra.
Vi esa Barcelona triste que, desde el 2012, cuando Más y Junqueras firmaron el pacto para conseguir un referéndum soberanista, se va poco a poco apagando atrapada por tenazas de exclusión ideológica. Desde entonces, un manto de localismo cubrió la ciudad, y millones de mentes abiertas fueron encerradas en una sola idea. Ayer hablé con taxistas, comerciantes, inmigrantes… y todos añoraban esa ciudad de Juan Marsé que era un reflejo enriquecido del mundo, y de España. Hoy es un trozo de un pequeño territorio que enmohece en silencio.