Día especial en Bilbao con dos de sus niños bonitos haciendo el paseíllo juntos para conmemorar sus respectivos 25 años de alternativa. Dos maestros, Pablo y Enrique, Hermoso de Mendoza y Ponce, que ya no tienen nada que demostrar, pues sus nombres y apellidos ya están en la Historia. Solo el mal uso de la espada por parte del torero valenciano impidió que ese magisterio recibiera el premio de las dos orejas para acompañar al caballero navarro por la Puerta Grande.
El de Estella se dejó crudito al primero, un toro de Bohórquez con el tranco perfecto para el rejoneo, para montar un revuelo a lomos de Chenel. El veterano caballo fue el socio perfecto para que Hermoso se subiera a la tarima a dictar su primera lección. «Señores, así se templa a un toro», pareció decir el navarro, que levantó al respetable sin clavar siquiera una banderilla. Solo con el galope perfecto de su equino, que se llevó al astado cosido a la grupa por todo el redondel del coso, le sirvió para recordar quién ha revolucionado el toreo a caballo durante los últimos 25 años. Viriato también se unió a la fiesta del temple que protagonizó Hermoso y solo el mal uso del rejón de muerte le impidió tocar pelo.
Pero aquello tan solo fue el inicio, ya que en el tercero la locura se apoderó de Bilbao. Disparate armó el taco, mientras Hermoso seguía en el encerado para que los alumnos que quisieran tomaran notas. Su expresivo y valiente socio, que parecía disfrutar llevando al toro pegado a su grupa, enlazó las hermosinas de manera trepidante, con el astado a escasos centímetros de su cuerpo. En esta ocasión, el rejón entró y Hermoso recibió los dos trofeos que le sirvieron para salir a hombros.
Por si fuera poco, el navarro dio otra lección, esta vez ante los micrófonos, cuando a la muerte del quinto, reconoció que el toro de Victorino Martín le había superado. Olé. Pocos tienen semejante humildad para declarar eso.
También superó a Enrique Ponce un astado de la divisa del paleto de Galapagar. El santacoloma que hizo cuarto, y que significaba el toro número 50 de este hierro que mataba el valenciano en sus 25 años de alternativa, recibió un severo castigo en varas tras apretar al diestro de salida. Fue, junto a la espada, el único borrón de la tarde del matador de Chiva.
Una tarde que dejó patentes las claves de su toreo: temple, clase y elegancia. Y es que, su lección, esa que escribió con letras de oro en el sexto, bien podría haberse titulado «cómo apostar por un toro en el que nadie cree». Solo Ponce le vio algo al de Juan Pedro Domecq, que parecía más muerto que vivo. Y apostó. Brindis al público y torear. Torerísimo en su inicio muletero, el valenciano le dio metros al toro que, sorprendentemente, acudió con alegre galope a la pañosa. Y, por derechazos, el de Chiva se relajó, vertical la figura, con los riñones encajados, para mostrar aquello que siempre que repetía Chenel: «la ligazón es la rima del verso torero». Las tandas fueron subiendo en intensidad, con la música ya sonando y el público entregado, hasta que la muleta llegó a la izquierda, libre del armazón de la espada, y voló con delicado gusto. Para degustar. El final, clásico del toreo, con las poncinas, redondeó un trasteo de los que quedarán en la memoria de los aficionados. Lástima de espada que dejó en una cariñosa ovación lo que, sin duda, hubiera sido premiado con dos orejas.