Roberto Peral

Habas Contadas

Roberto Peral


Tristeza

09/11/2020

No resulta fácil determinar en qué momento concreto descubrimos que se había instalado en nuestro interior la sensación que nos abate en estos días de noviembre, y que no se relaciona tanto con el miedo, la rabia o el dolor que en diferentes etapas nos ha provocado el coronavirus como con una desarmante tristeza que también percibimos sin dificultad a nuestro alrededor cuando vamos a comprar el pan o caminamos hacia la oficina. Acaso ocurrió cuando dimos en meditar cuándo fue la última vez que nos doblamos de la risa, o al calcular que hace más de seis meses que no vemos a este familiar o a aquel buen amigo, o puede que su origen resida en detalles nimios que nos apesadumbran sin motivo aparente, como el bullicio enlatado con que la televisión intenta disimular el truculento silencio de los estadios de fútbol o la despreocupación con que se abrazan los personajes de una película del año pasado.
Los expertos señalan la tristeza como el nuevo mal que nos ha traído esta segunda ola de la pandemia, rotas ya las ingenuas esperanzas alimentadas por la desescalada, cuando abrimos las puertas de nuestras casas al verano y a las personas que nos conciernen. Hoy nos sentimos impotentes y cansados de mirar con extrañeza nuestra propia cotidianidad. Acatamos con disciplina franciscana las medidas confusas y variables que nos va imponiendo la autoridad sanitaria, pero no podemos evitar sentirnos desalentados ante tanto sacrificio: esperábamos algún tipo de alivio, poder reanudar algo parecido a nuestra modesta existencia de siempre, disponer de un recurso menos enfermizo que la yerma nostalgia. El caso es que nos encontramos incapaces de atisbar un futuro razonable más allá de las máscaras con que nos precavemos de los otros, y nos hemos instalado en una provisionalidad que amenaza con eternizarse.
Ni siquiera resulta ya convincente el optimismo oficial sobre los avances en las investigaciones de la vacuna contra el virus, y la navidad se acerca entre un ambiente tan desolado que nadie nos ha ofrecido todavía una de esas participaciones de lotería de las que antes huíamos como del diablo. Confiemos, al menos, en que noviembre se acabe de una puñetera vez, y que llegue un día en que demos toda esta tristeza por bien servida.