Desde hace un año, el mundo se ha convertido en un lugar menos agradable en el que vivir. Al principio fue una alerta, una sensación de peligro, una bofetada en la cara que nos hacía abrir los ojos y contemplar cómo esta enfermedad que se contagiaba con gran facilidad también era capaz de matar. Luego, comenzó el confinamiento y poco a poco nos fuimos haciendo a la idea de que esto era grave, tan grave como para hacernos cambiar nuestra forma de vida. Y luego ha venido una etapa de honda negrura, de depresión, de resignación, de invierno duro y frío en el que vemos como no acabamos de salir de esta crisis. Solo tenemos una esperanza: las vacunas. Y las circunstancias no nos ayudan mucho. El ritmo es lento y no se están haciendo las cosas convenientemente como el compadreo de los políticos de turno que decidieron usar sus privilegios para conseguir por su cara bonita los ansiados medicamentos antes que nadie.
No sé cuánto tardaremos los españoles en estar todos libres de esta pandemia. De si volveremos a salir o a entrar en casa a la hora que nos plazca, de si podremos volver a reunirnos todos los amigos y familiares que queramos entre sonrisas y chascarrillos, de si podremos tomarnos algo en un café y charlar sobre temas intrascendentes, de que nuestros mayores y nosotros mismos estamos libres de una enfermedad que de cinco infectados mata a uno. Y así, volver a tener la vida que teníamos antes de que todo esto surgiera. Mientras, seguiremos volcando nuestro cariño en la familia, cumpliendo las ordenanzas y siguiendo con las medidas sanitarias. Y sé que si pasa algo estaréis a mi lado poniendo luz en la penumbra más profunda.