Roberto Peral

Habas Contadas

Roberto Peral


A cara descubierta

28/06/2021

El chiste es viejo, pero tiene su gracia. Tras un chequeo de rutina, un paciente acaba de ser informado de que padece el síndrome de Rinderholten-Hallstein. «¿Es grave, doctor?», pregunta con la inquietud que cabe suponer. «No tengo ni idea, señor Rinderholten-Hallstein», responde el galeno mientras se va quitando la bata. Lo he recordado al hilo de las incesantes noticias que nos llegan estos días sobre una patología de nuevo cuño, el síndrome de la cara vacía, que al parecer sufren no pocos ciudadanos ante el trance de despojarse de la mascarilla en espacios abiertos después de largos meses de pasear embozados y ocultando al escrutinio ajeno esa zona del cuerpo a la que atribuimos la condición de constituir el espejo del alma.

Uno, en su ignorancia, se malicia que, igual que los escritores observan la realidad cotidiana como si de materia novelesca se tratara, los psicólogos clínicos andan a todas horas a la caza de hipotéticos trastornos de nuestra conducta para describir uno de esos millones de síndromes que nos obligan a escudriñar en nuestro interior a cada paso, desde el celebérrimo de Stendhal, que hace que algunos turistas se desvanezcan al admirar la imponente belleza de Florencia, al más prosaico del opositor, definido por los cuadros de estrés e irascibilidad que presentan quienes llevan tres años estudiando para convertirse en notarios.

Sea como fuere, el caso es que no han transcurrido ni tres días desde que nos es permitido andar por el parque a cara descubierta y ya disponemos de una nueva angustia, la que sufren quienes se sienten desnudos sin la dichosa mascarilla. Pánico, inseguridad y vértigo son los síntomas que determinan el nuevo síndrome, que se relaciona tanto con el miedo al contagio como con una irracional vergüenza de mostrar el rostro en público. No es cuestión, ni mucho menos, de mofarse de las secuelas emocionales de la pandemia, lacerantes y bien reales, pero ya va siendo hora, por nuestro bien, de enfrentarnos a todos esos temores y ansiedades que nos ha provocado el virus. Un buen remedio puede ser irse de vacaciones, por mucho que, como le ocurre a un servidor, se padezca el síndrome del bolsillo agujereado.