Algunos de los momentos más encantadores de los que nos depara la prensa patria se suscita cuando, en una de esas entrevistas 'de perfil humano', el periodista pregunta a algún personaje principal cuál es la lectura que le cambió la vida. Impelidos a exhibir una cultura postinera que se acuerde con la dignidad que ostentan, algunos se suben en marcha al Quijote o se enredan en las barbas de Clarín, otros le ceban la pipa a Jean-Paul Sartre y hay incluso quienes se disponen a guiar al mismísimo Ulises en su viaje de regreso a Ítaca. Pocos, en realidad casi nadie, se acuerdan de las novelas infantiles de doña Enid Blyton, y mucho menos del humor gamberro y cañí de los tebeos de Mortadelo y Filemón, aquellos calamitosos agentes secretos con los que tantos niños españoles disfrutamos de lo lindo mientras aprendíamos a amar la letra impresa.
El sábado tuvimos noticia de la muerte de Francisco Ibáñez, el autor de aquellas historietas de dibujo detallista y cuidado que los niños de los 70 leíamos una y otra vez (El sulfato atómico, La caja de los diez cerrojos, La máquina del cambiazo…), y uno da en recordar con nostalgia aquellas misiones de vital importancia internacional que, encomendadas por la TIA a sus dos mejores agentes (levita, corbata de lazo y gafas gruesas el uno, el otro con pajarita y en mangas de camisa), iban precipitándose hacia la catástrofe entre tronchantes persecuciones: un desaforado Filemón, a quien le ha caído encima un piano de cola arrojado desde un sexto piso por su despistado colega, corriendo en pos de un Mortadelo disfrazado para la ocasión de cabaretera o de moto Vespa; ambos intentando dar caza al profesor Bacterio después de haber sido víctimas de uno de los 'inventos' del disparatado científico: y, al cabo, el superintendente Vicente, a bordo de una excavadora de demolición, buscando a sus dos subalternos con el avieso propósito de hacerlos papilla.
A uno, aquellas aventuras le cambiaron efectivamente la vida, y quiere desde aquí expresar su agradecimiento más rendido al gran Ibáñez, quien, además de hacernos reír a carcajadas, tuvo el acierto de retratar, con tanta gracia como precisión, esa España rancia y colérica que todavía hoy sigue helándonos el corazón.