Ya huele a incienso por las calles, ya preparan adultos y niños los hábitos y capuchones para desfilar junto a su Cristo o su Virgen más bonita. En vísperas del viernes de dolores se abre paso ya la Semana Santa con toda su fuerza, marcada por las emociones y los sentimientos, el silencio y las saetas, el arte y el patrimonio, el dolor y la alegría… tatuada de recuerdos para quienes hemos vivido y sentido en algún momento algunas de sus procesiones. Yo acompañé durante unos cuantos años a Nuestra Señora de la Soledad, la más hermosa de cuantas imágenes salen a la calle en la capital burgalesa. Nada importaba el frío ni el viento, daba igual madrugar que trasnochar, cuando me ponía el hábito negro y el capuchón que nos hacía iguales a todos me embargaba un extraño sentimiento que no sabría explicar muy bien, pero que aún me pone el vello de punta.

Serán días intensos para todos, especialmente para los miles de cofrades, pero también para los burgaleses y los muchos turistas que aprovecharán para ver las maravillas burgalesas con un aire diferente en sus calles y un ambiente de silencio que en pocos otros lugares se encuentra. Pero tampoco hay que ser demasiado inocentes, para muchas otras personas serán días de vacaciones, de descanso en algún lugar donde brille el sol o perdidos disfrutando de una naturaleza agreste que relaja el cuerpo y la mente.

La Semana Santa se vive ahora de formas muy distintas, todas igual de respetables. Sin embargo, yo me sigo quedando con aquella de mi juventud, que olía a incienso por las calles y en las que mi madre cocinaba unas torrijas tan ricas que no han sido superadas con los años por ninguna otra. Son recuerdos, lo sé, pero de vez en cuando no es malo echar la vista atrás y sonreír.