A más de un tertuliano televisivo, pseudoexperto en trifulcas electorales, le he escuchado afirmar sin apenas pestañear que el gran problema de España es la ausencia de teatralidad y dramatismo entre los políticos. Francamente, no tengo ni idea de a qué narices se refieren exactamente, pero dado que observo al personal demasiado alterado con la cita que marcó en el calendario Pedro Sánchez el 23 de julio, voy a intentar entenderlo.  

Si a lo que se refieren es que los políticos se toman demasiado en serio su oficio y de manera literal la polaridad de los bloques ideológicos, no puedo estar en mayor desacuerdo. Algunos le echan tanta ficción a sus discursos que no puedo evitar recordar aquella frase de Mourinho cuando dijo que los jugadores del Barça hacían «teatro y del bueno». Sólo hay que fijarse en la pose que ha adoptado estos días el propio Sánchez, aquejado de un deterioro fruto de una campaña de acoso y derribo hacia su persona, denuncia. Dan ganas de nominarle a un premio cuando achaca sus incumplimientos a «cambios de opinión». Qué decir de Feijóo. Está tan metido en su papel de gallego que a veces da la impresión de que es un tío de Murcia imitando a Rajoy. 

Aunque mi favorita es Yolanda Díaz. Escuchar su tono y discurso es como pagar por un espectáculo de Margarito y Cía. Si lo mantiene en algún debate voy a acabar pensando que está segura de que su público objetivo es el mismo que el de Pocoyó. Si eso no es dramaturgia, que baje Billy Wilder y lo vea. 

Sí echo en falta ficción que retrate a nuestros políticos, que los caricaturice sin piedad para desdramatizarles, como en otros países. Que sea el teatro quien les desenmascare. Sería una bonita forma de lograr una sociedad más autocrítica, consciente de nuestras contradicciones. Tal vez así dejaremos de llamar 'tonto' al que vota distinto.