Y un día, vuelves a lo que fue tu hogar y, desesperado, buscas entre los escombros los recuerdos que por fortuna se habrán salvado de las bombas. Por más que intenten alejarte de allí, te aferras a esa búsqueda incansable, esperanzado por encontrar piezas del pasado que ayuden a reconstruir tus recuerdos, ensombrecidos por la amenaza de la guerra. A tu lado ves unas manos que ansiosas revuelven entre restos de un antiguo edificio. Es entonces cuando te das cuenta de que las manos están siendo guiadas por voces que salen de debajo de los escombros y sin dudarlo, abandonas tu búsqueda y acudes en su ayuda. 

Intentas centrarte en el origen de la voz, pero el intenso ruido del edificio lentamente colapsando lo dificulta. A medida que te acercas, los recuerdos te bloquean. Las imágenes del dolor y el miedo grabadas en los ojos de los niños, cubiertos de sangre que no sabes si es suya o del adulto que yace inerte bajo sus brazos. Ya intentaste salvar del dolor a aquellos niños, pero sólo no pudiste evitarlo. Intentas centrarte ahora en sacar a los que sobrevivieron al atentado. Pero en estas guerras no existen lugares seguros. Cualquier punto es un objetivo. 

Sobrevivir en una guerra es complicado, no sólo por resistir al atentado, sino por la larga lucha que prosigue contra nuestra propia mente y contra la falta de recursos humanitarios básicos. A pesar del esfuerzo de algunos países, la ayuda no siempre llega a quien la necesita, quedando en el camino montañas de inocentes que seguirán esperándola hasta que sus cuerpos se agoten. 

Quedan familias desgarradas por la pérdida de sus hogares, sus recuerdos o incluso de sus seres queridos; el hambre y el desamparo al que deben enfrentarse todos los días, a la espera de que un futuro mejor va a llegar, intentando acallar la certeza de que la mayoría serán abandonados a su suerte. Todos tenemos derecho a vivir en paz. Acabemos con estas atrocidades que nos deshumanizan.