La calidad de los establecimientos hosteleros se define, básicamente, por la atención del personal que trabaja en ellos. Quiero decir que ya pueden disponer las instalaciones de un hotel, un bar o una casa rural de los últimos adelantos modernos o de la más actual decoración, si luego las personas que trabajan en estos establecimientos no están al servicio de sus clientes.
Últimamente ha aumentado el deterioro de la atención al público. O bien porque la clientela se conforma con todo, es decir, nos sentamos en una terraza y no exigimos, por ejemplo, que, antes de servir las bebidas, se limpie la mesa adecuadamente. O bien porque la calidad del servicio ha perdido nivel, sin más. Al igual que en muchos lugares ya no existe un mantel en condiciones cuando vas a comer, tampoco nos llama la atención que haya que repetir la comanda al camarero hasta dos o tres veces. «Una caña, tres tintos y dos blancos». «¿Tres cañas, dos tintos y un blanco?». «Una… caña, tres… tintos y dos… blancos». Y se lo repites utilizando los dedos de la mano, para asegurar el mensaje.
En este sentido, perviven todavía trabajadores en bares y restaurantes que saben, que siguen sabiendo, hacer bien su trabajo. Para mí son excepciones, ya digo, a ese deterioro normalizado y aceptado, que nada tiene que ver con el aumento de la sordera o la pérdida de memoria en el personal de hostelería.
Quique es un camarero que entra en la excepción. O sea, que es excepcional. Desde la barra de «El Lagar» está pendiente de cada cliente. Te escucha con atención y te atiende con diligencia. Jamás le he visto una mala cara, un cabreo o una queja por la actitud de algún cliente. Y sin duda que, a veces, tendrá motivos para ello. Quique es menudo, movido, simpático, atento. Capaz de recuperarte, junto a la leña del horno del restaurante, ese periódico del día anterior que olvidaste comprar. Un profesional.