Pasa en todos los sitios y en un sinfín de ámbitos: uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde. Lo saben bien quienes gestionan un negocio en los pueblos. ¿Cuánta gente se tira años y años sin pisar la tienda de su municipio pero se lleva las manos a la cabeza cuando se entera de que va a cerrar? ¿Cuántos se limitan a alternar en el bar de Pascuas a Ramos? ¿Y cuántos no compran ni un kilo de chuletas al año al carnicero a pesar de que va puerta por puerta? ¿Acaso en una ciudad reciben una atención más personalizada? 

Mientras se marchan fuera a hacer sus compras, no se dan cuenta de que estos pequeños comercios son esenciales en el medio rural. Diría que claves para la supervivencia de los pueblos. Quienes religiosamente abren la puerta de su comercio día a día aunque sólo sea para tres vecinos o quienes se suben en su furgoneta para llevar el pan o el pescado a diversas localidades, pese a que entre todas no sumen ni una docena de clientes, prestan un servicio impagable. Y lo más importante, aportan vida a nuestros pueblos. Ahora bien, seamos realistas, no viven del aire. Por eso, debemos cuidarlos. Pongámonos a su lado. 

Compremos local. Valoremos más al panadero, a ese que en invierno no recauda más que 4 ó 5 euros en multitud de municipios de cualquier punto de la provincia. El verano es otra historia, sí. Pero el resto del año las pasan canutas. Y ahí siguen: recorriendo casa por casa haga sol, truene o nieve. Salgamos a tomar el café al bar, a ese que paga la misma cuota por ofrecer el fútbol a sus parroquianos que un establecimiento de Madrid. ¡No hay derecho! 

Tengamos en cuenta el esfuerzo que hacen. Si no se ve correspondido, más pronto que tarde, al pescadero, el carnicero o el dueño de la cantina no les quedará más remedio que echar la persiana. Y entonces llegarán los lloros. Y será la enésima puntilla para el medio rural. Estamos a tiempo. No dejemos escapar más servicios.