Ya huele a verano, a las vacaciones escolares, a las quedadas espontáneas con amigos. Ya te despiertas acogido por las dulces canciones de los gorriones y con el sol picoteando tus mejillas. Ha llegado la época en la que las calles se inundan de color y los parques de risas y de juegos. Las terrazas de los bares vuelven a ser testigos de esperados reencuentros. Y las nubes, invocadas por las elevadas temperaturas, refrescan las tardes con sus tormentas. Qué ganas de dejar a un lado las prisas del mundo académico, el estrés de las reuniones y el caótico rompecabezas de los horarios escolares, laborales y la vida familiar y de juntamos tranquilamente en aquel lugar idílico y sosegado que llevamos soñando desde hace meses. 

Qué bonito sería que todos pudieran tener una vida tan fácil. Ojalá a todas las familias el suave olor de las plantas en verano y la sensación del calor en su piel les trajera el mensaje de la llegada de tiempos más tranquilos y no la ardiente daga en el corazón al saber que ha llegado otro verano con la incertidumbre de no saber si podrán dar de comer a sus hijos esos tres meses. Durante el curso, los comedores escolares les ayudaban dando comida a sus hijos, pero con las vacaciones, esa pequeña esperanza se ha desvanecido. La persistente labor de las asociaciones no es suficiente; cada año son más las familias cuyos sueldos no alcanzan. 

Los padres drenan sus energías en duros trabajos con ridículos ingresos que se ven obligados a aceptar aun siendo víctimas del sistema que se aprovecha de su situación. Mientras, los niños quedan solitarios y ocultos tras los muros de una sociedad que se olvida de tender la mano si no hay cámaras que publiquen sus actos. Está claro que esta sociedad está fallando en valores esenciales cuando unos padres tienen que dejar de comer para que sus hijos puedan probar un pequeño bocado de la comida que consiguen. Pero no hay que olvidar que tras este pesado manto de dolor y encubrimiento existen muchos voluntarios y asociaciones dispuestos a aliviar su carga.