Me dedicaba a ordenar cosas en casa cuando, por un instante y casi de casualidad, al hallar entre una retahíla de objetos un libro antiguo, una pregunta me ha aflorado en la cabeza… ¿Puede ser que éste sea un momento decisivo en la historia? ¿Un punto de cambio para bien o para mal en el concepto de estilo de vida?

Me explico. Las personas nos hemos acostumbrado como sociedad (bueno, otros lo han hecho por nosotros), a vivir demasiado deprisa. Enfrascados en los resultados y casi sin tiempo para pensar, prácticamente buscamos la inmediatez en todo; también en la educación de nuestros hijos. Y es que, tengo que decir que, y esto para mí no es una mera percepción, los sobreestimulamos con pantallas a todas horas en las que únicamente ven monigotes informes con colores estridentes y personajes cantando repetidamente con la intención, muchas veces por desgracia, de descansar de ellos a la par que tenerlos entretenidos.

Y, ¡ojo! No es mi intención señalar a nadie por los argumentos expuestos anteriormente. Sólo reseñar que, en un mundo tan globalizado y consumista como el que tenemos, apenas existe tiempo para nada por lo que, los segundos de desconexión que llegamos a albergar, solemos dedicarlos lo más rápido que podemos a recargar energías para volver después a las rutinas cotidianas. Ley de vida.

Ahora bien, ¿es esto sano? No lo sé, pero apuesto a que no. Yo, en mi caso, he de decir que aún recuerdo con nostalgia mis años de infancia leyendo libros, cómics o jugando simple y llanamente en la calle. También los veranos (ahora que es julio), en el pueblo, donde entonces no imperaba la ley del teléfono y nos dedicábamos a practicar deporte, dar uso a la bicicleta, o jugar a las chapas por ejemplo. Experiencias añejas que quizás muchos niños ahora desconozcan o no puedan, sepan o quieran apreciar, pero que, les diré una cosa. Por muy trasnochadas que parezcan, esas fueron las vivencias de una generación que es la que nos ha traído hasta aquí.