«No hay un superviviente como yo»

R. PÉREZ BARREDO / Burgos
-

Cristino, que el domingo recogió el Báculo de Oro de San Lesmes, acumula reconocimientos y galardones tras toda una vida entregada a la creación artística. Lo vive con normalidad, alejado de toda pompa y sin parar de currar

El artista, cara a cara con una de sus más excepcionales obras, que puede contemplarse en el MEH. - Foto: Patricia

En ocasiones parece salido del retrato de uno de aquellos buhoneros que pintara su querido Román García; se diría que en otras, cuando se inclina coquetamente la gorra salpicada de lágrimas de pintura, es clavadito a Rembrandt; e incluso a veces su compostura atesora cierto aire de genio loco, algo así como un Dalí sin bigotes verticales o un Einstein despeinado, pero de mirada viva, profunda, a ratos insondable. Pocos personajes pueden presumir de ser conocidos simplemente por el nombre de pila. Aunque él nunca se jacta de ello, le sobra el apellido desde hace tanto tiempo que quizás se le haya borrado hasta de los documentos oficiales; puede que incluso de la memoria. Es simplemente Cristino.

Y, sin embargo, hay muchos Cristinos: está el artista totémico, el alquimista del hierro -ese material del que conoce todos los misterios y domina como nadie-; está el dibujante talentoso, a la vez clásico y audaz; está el ingenioso forjador de carrozas y otros artilugios; el pintor de carteles de cine, el entusiasta agitador cultural, el amante de las causas perdidas. También está el activo ciudadano, tantas veces excéntrico, siempre comprometido, a menudo provocador, polémico, contradictorio, con un punto bufonesco y hasta deslenguado, aunque jamás admitirá este último adjetivo, que niega sosteniendo que él simplemente ha dicho toda la vida lo que pensaba y sentía, lo que le ha dado la real gana, aun a riesgo de que ello pudiera traerle disgustos y otros quebrantos. «El sistema es hipócrita; yo no. Yo toda la puta vida he dicho lo que pienso. A todo Dios».

Lo negará, pero en esta entrevista se muestra más sincero que nunca y tan lenguaraz como siempre. El domingo recogió Cristino el Báculo de Oro de San Lesmes, uno de los muchos reconocimientos que está recibiendo de un tiempo a esta parte (algún premio internacional, alguna Calza de Oro); en breve, además, será el encargado de dar el pregón del Carnaval, fiesta que le debe todo a él -sardinas al margen- porque se lo sacó de la manga, con unas broncas del copón, cuando por estos pagos tenía más tirón el Rosario de la Aurora. Cualquiera diría que ahora, después de toda una vida entregada al arte, se empieza a reconocer el talento de este artista irrepetible. 

En esta tierra tenemos un problema con la cultura. Y la cultura es esencial  para la vida. Y para la libertad»

«Los reconocimientos siempre llegan tarde. Pero nos pasa a todos. Eso es lo que hay que criticar: se hizo tarde con Ignacio del Río, con Román García... ¿Qué hemos hecho por Modesto Ciruelos o por Luis Sáez, cuyos cuadros están encerrados en un sótano desde hace años...?». Con todo, en lo que a sí mismo respecta le importa una higa el asunto de los tardíos aplausos. Siempre a lo suyo, Cristino.

«En esta tierra tenemos un problema con la cultura. Y la cultura es fundamental para el desarrollo de todo, para la vida, para ser felices. También para la libertad, que es el fundamento de la existencia.El hombre sin libertad no es nada», subraya. Aunque nació y creció en Bilbao, este burgalés de Castrojeriz y Gamonal ha sido tantas cosas que resumirlas constituye un desafío imposible. En casi un abrir y cerrar de ojos pasó de liderar pedradas con su cuadrilla en los barrios sin ley del Botxo a despertar al arte con el profesor Simoneu y estudiar en la Academia Provincial de Dibujo bajo la dirección de Jesús del Olmo; y de pintar cuadros de corte social que nadie compraba y carteles para el cine Avenida a ser concejal con José María Peña San Martín. Sonríe al echar la vista atrás, al recordar una y mil batallas en todos los órdenes de la vida, incluido el del corazón, cuyo ritmo controlan ahora cinco marcapasos. «No creo que haya un superviviente como yo», apostilla el artista.

Ha sobrevivido a muchas cosas Cristino: también a la política, de cuyo circo formó parte muchos años. No se arrepiente de ello, aunque admite que esa experiencia estigmatizó su condición de artista. «Lo he pagado, sí. Y me han dado hostias de todos los colores. Pero me ha dado igual. A mí me admira la gente del pueblo, los que están fuera del sistema. Pero no me arrepiento de haber estado en política porque me ha permitido conocer sus mecanismos y las entrañas de la administración, que es el mayor ogro que hay para el ciudadano. Trabajé desde dentro para cambiar cosas, pero no pude hacer todo lo que hubiese querido, aunque conseguí algunas: la Biblioteca Gonzalo de Berceo, donde se iba a hacer una iglesia, la Casa de Cultura de Gamonal, la Escuela de Dibujo que ahora está cerrada...».

No me arrepiento de nada. Me han dado hostias de todos los colores. Pero siempre he sido el mismo, no he sido hipócrita»

Le guarda enorme lealtad a Peña, de quien fue poco menos que su escudero tantas veces, aun estando en las antípodas uno del otro y viceversa.«Le tengo mucho cariño. Las tuvimos gordas, pero siempre me defendió a capa y espada, frente a todos. Peña era mucho Peña y yo un anarco, un tipo de pensamiento progresista, pero muy independiente». Subraya Cristino que siempre ha creído en la gestión más que en las ideologías, «que conducen a la irrealidad. Mi filosofía no es ni escolástica ni marxista. Yo siempre he defendido que hay que trabajar. Creo en el pueblo y en la libertad del individuo».

Tierra de olvido. Ama profundamente Burgos, pero admite que ser artista en esta tierra de pan llevar y olvido se traga a menudo a sus más ilustres hijos. «El problema de los artistas de Burgos es quedarse en Burgos. No sales adelante. Ahí tienes el caso de Luis Sáez.Si hubiera estado en Madrid hubiese sido más que Tàpies. Y ya ves dónde está su obra. Y es el mejor pintor burgalés del siglo XX. No me arrepiento de haberme quedado aquí. Además, también hay que tener oportunidades, y no siempre se dan». Estuvo veintidós años pintando carteles de cine, desde los quince, para el Avenida, y retratos de los actores y las compañías que actuaban en el Gran Teatro. Así conoció a lo más granado de la escena española: Julia Gutiérrez Caba, Zori y Santos, Tip y Coll, Paco Martínez Soria (con quien se atizaba cabecillas de cordero en el Ojeda), Concha Velasco... En San Pedro también hacía trabajillos para el Teatro Chino de Manolita Chen. Solía cobrar en especie.

La revolución es importante para todo. Nos están recortando derechos y libertades. Nos están vigilando continuamente»

«Para sobrevivir he tenido que hacer de todo. Tuve un taller de rótulos, he diseñado logotipos, cartelismo de todo tipo. Y carrozas, que es arte efímero, pero es un mundo muy exigente. Son esculturas que se hacen con técnicas que a más de uno dejarían sorprendido. Hay que dominarlo todo: el dibujo, la composición, el color, las proporciones, el movimiento, la construcción... Y utilizar todo tipo de materiales. Muy poca gente lo hace», explica. Una vez se hartó de todo y se largó un año a La India. Volvió, claro. Porque Cristino nunca se va del todo, y ya no le duele que esta ciudad haya sido tantas veces «sectaria» con él. «Amo esta tierra, tenemos una ciudad maravillosa. El problema es el pensamiento mesetario.En eso hemos cambiado poco. Demasiada envidia, demasiado sentimiento cainita. Para cambiar Burgos hay que tener un pensamiento más abierto. Muchísimo más. Si eso no sucede, no evolucionaremos. La historia nos enseña que el mundo ha evolucionado con ideas y con revoluciones. El que no es revolucionario no puede crear. La revolución es importante para todo. Los jóvenes tienen que serlo, siempre. Creo que no estamos en un buen momento. Se están recortando derechos y libertades. Y nos están vigilando continuamente».

Dice que sus 67 años han transcurrido en un suspiro. «Ni me he enterado, macho». Tiene la conciencia tranquila y no le atormenta nada, ni siquiera la certeza de la muerte. «La he tenido bien al lado. Pero no he sentido miedo, y mira que siempre he sido un hipocondríaco. Mi mujer alucinaba de lo bien que lo he llevado». Ahí está otro fuerte de Cristino sin el que no habría podido ser quien es: se llama Amelia, y es otra luchadora tremenda, otra superviviente, otra tía grande, grande. Y sus estupendas hijas, claro. Le tienen fascinado los avances tecnológicos aplicados a la salud, no tanto aquellos que, asegura, «nos esclavizan. La tecnología tiene que ayudarnos, pero a progresar». Mueve mucho Cristino las manos, que parecen dos paletas en las que se mezclan los colores en una amalgama difusa. Dicen mucho esas manos, que son la extensión de su esfuerzo y de su genio. Las pasa con mimo por algunas de sus más espectaculares creaciones, como ese rinoceronte y ese bisonte que pastan con su eternidad de hierro en el Museo de la Evolución Humana.

He hecho de mi vida lo que he querido. Creo que no hay maravilla más grande: ser lo que uno siente ser»

Aunque le cueste admitirlo, él es su mejor obra. No se convirtió en arquitecto, que es lo que su padre hubiera deseado que fuera, pero ha conseguido algo mejor. «He hecho de mi vida lo que he querido. Creo que es la mayor maravilla: ser lo que uno siente ser. Es cierto que he tenido que adaptarme, que aguantar, que resistir muchas veces. No he tenido un duro, ni lo tengo. Soy un superviviente, pero soy un tío feliz». Remata Cristino la frase con esa sonrisa pícara que se le pone cuando se siente estrictamente vestido de sí mismo. Hay en sus ojos un brillo súbitamente acerado, como si con su destello quisiera subrayar esas últimas palabras. No se queda en silencio porque constituiría todo un milagro que en algún momento el artista cerrara el pico, pero esa frase parece expandirse con intensidad, retrepar por las fachadas de los edificios de la sulfúrica ciudad, doblar sus esquinas y recorrer las avenidas para quedarse sostenida, como un eco antiguo, en el aire templado de la tarde.

ARCHIVADO EN: Cristino Díez, Burgos