«Burgos fue mi catapulta hacia el Norte»

R. PÉREZ BARREDO
-

En el 50 aniversario de la 'Operación Lobo', el mayor golpe asestado nunca a ETA, hablamos con el hombre que se infiltró en la banda terrorista para lograrlo. Mikel Lejarza, Lobo, vivió durante un año en Burgos, desde donde dirigió varias acciones

Mikel Lejarza, 'Lobo', tuvo que cambiar de fisonomía para que ETA no le reconociera. - Foto: Miguel Ángel Valdivielso

Nadie sabe quién es, ni cómo es: cuáles son sus rasgos, de qué color son sus ojos o su pelo. Nadie conoce hoy su nombre ni su paradero. Está y no está. Es como un fantasma, una sombra. Pero existe. Una vez se llamó Mikel Legarza. Una vez fue una persona normal, hace demasiado tiempo. Un chaval vizcaíno que tuvo sueños, trabajo, vida, amigos, aficiones, memoria, libertad. Pero en 1972, hace cincuenta años, abandonó el mundo. Hizo oblación de su vida, un sacrificio innombrable, con un único fin: derrotar a ETA. Mikel Lejarza se convirtió en otra persona: para los terroristas, en Gorka. Para los servicios secretos españoles, en Lobo. Era imposible un alias mejor: en adelante iba a tratar de sobrevivir en una soledad esteparia, con la muerte rondando cerca, pura supervivencia en el territorio más hostil jamás imaginado.

Infiltrado en la banda terrorista, fue el 'topo' que más daño causó a la serpiente: gracias a su impagable labor fueron detenidos en torno a 300 etarras; y provocó, en 1975, el golpe que dejó a la banda casi descabezada, herida de muerte. Con un altísimo precio, puesto que en aquella operación fue descubierto. Porque desde entonces, el objetivo prioritario de ETA fue matar a Lobo. Esa amenaza no ha caducado. Él lo sabe. Por eso sigue habitando en la invisibilidad, en el anonimato. Asume que hay condenas para las que no existe amnistía alguna. Para las que no cabe el perdón. Ni el olvido. Por más que la banda terrorista que desangró este país durante casi medio siglo ya no esté activa. Oficialmente, según su tesis. Lo afirma el hombre que fue Mikel Lejarza, el hombre que fue Gorka, el hombre que fue Lobo, el hombre que estuvo en el nido de la serpiente, tan adentro que llegó a convertirse en un miembro clave de la estructura organizativa de la sanguinaria banda; tan adentro que desde entonces el hacha pende sobre su cuello con brillo acerado y homicida.

En su vida de película (existe una, Lobo, protagonizada por el actor Eduardo Noriega), el agente estuvo viviendo en Burgos. Fue a comienzos de los años 80, cuando ETA ya sabía que Gorka nunca había sido de los suyos y que realmente era Lobo, el topo que a punto estuvo de dar al traste con la organización. Porque tras la revelación no huyó, ni se escondió: siguió trabajando con los servicios secretos para acabar con los terroristas, ya sometido a una operación de cirugía facial, y dirigiendo acciones como la que llevó a cabo desde Burgos, plaza estratégica, puerta del Norte: La 'Operación Chubasquero', que consistió en impermeabilizar la muga (la frontera) con el fin de detener a todos los etarras que intentaran pasar desde Francia a España.

Lobo sigue existiendo. No puede mostrar su rostro, pero sí puede recordar, contar. Acaba de publicar la segunda entrega de sus memorias: Secretos de confesión (Roca Editorial), que completa la primera, titulada Yo confieso y editada por la misma casa. Lo ha hecho junto al periodista Fernando Rueda, con quien le une una estrecha amistad. Son dos obras imprescindibles para conocer los entresijos de uno de los episodios más trascendentales y terribles de la reciente historia de España. Un capítulo que nadie como él conoce. Lo hace a través de su vida, de la vida a la que renunció para interpretar otra aun a riesgo de perderla. Este periódico ha podido hablar con el hombre que fue Mikel Lejarza. Habla Lobo a corazón abierto. Es el suyo un discurso sin orillas. «Volvería a hacerlo. Seguro. Siendo como soy, seguro. Si lo pienso ahora, con la edad que tengo, sí me digo: ¿de verdad volvería yo a pasar por todo esto? Pero me conozco y me respondo: seguro que lo haría. Hice lo que hice por un motivo: mi país. Se trataba de salvar vidas. Mi fe me llevó a ello. ¿Cómo no volvería a hacerlo otra vez?».

No le importa en absoluto que no se le haya podido reconocer públicamente su labor. Dice estar agradecido al pueblo. «Sé que el pueblo, la gente, ha agradecido lo que hice. Y eso, para mí, es la medalla más importante que se puede recibir. Sé que tengo enemigos, muchísimos. Pero tengo el agradecimiento de los demás. Y con eso tengo de sobra. Los enemigos no me importan: por ellos rezo». No se arrepiente de nada y volvería a vivir la misma vida (o no vida). Pero admite el peaje y su dolor más alto, que no es haber sentido una soledad feroz, sino haberles hecho pasar por ese infierno a su gente, a su familia, a sus amigos. Y haber tenido que renunciar a tantas cosas relacionadas con el corazón, con el afecto, con el amor. «Lo peor fue abandonar a la familia: a mis padres, a mis hermanas. No poder saber nada de ellos. No haber podido asistir al entierro de mis padres, ni a las bodas de mis hermanas, ni conocer a mis sobrinos. Y arrastrar a mi mujer y a mis hijos a una vida que ellos no eligieron, que elegí yo. Eso ha sido lo peor. Yo estaba preparado. Una vez metido, ya sabía la sentencia que tenía. Pero arrastrar a los demás es insuperable. Ese ha sido mi mayor dolor. Un dolor muy grande».

(El reportaje completo, con más declaraciones e imágenes, en la edición impresa de hoy de Diario de Burgos)