El desafío de vivir en tinieblas

R. PÉREZ BARREDO / Burgos
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Decenas de burgaleses con discapacidad visual se enfrentan cada día al reto de transitar por las calles de la ciudad, que en numerosos puntos se encuentra llena de obstáculos que pueden desorientarlos e incluso poner en riesgo su integridad

Cuando todo se vuelve negro o de un neblinoso blanco o de un oscuro gris, lo primero que se siente es miedo: uno tiene la certeza absoluta de que detrás del primer paso hacia adelante hay un abismo por el que caeremos de forma inexorable o un obstáculo contra el cual impactaremos sin remedio. Ese temor incontrolable de habitar en las tinieblas revela la siguiente sensación, que es la de vulnerabilidad: te sientes solo, a la intemperie, de todo punto inerme. Echar a andar a ciegas es como adentrarse en un territorio desconocido e inexplorado lleno de peligros que te acechan en todo momento; un lugar desalmado, una jungla ruidosa y caníbal a la que has de enfrentarte únicamente acompañado por un bastón blanco que será tu signo distintivo además de tus ojos, tus manos, tu tacto y casi tu intuición.

Quien esto firma conserva aún el sentido de la vista, por lo que el eclipse es por fortuna temporal, y juega con la ventaja de emprender esta aventura con un ángel de la guarda: se llama María José Galvañ Pacheco y es la técnico de rehabilitación que tiene la ONCE en Burgos; ella es la persona que ayuda y forma a las personas con discapacidad visual que aspiran a ser autónomas, lo cual constituye un desafío formidable, pero con un alto porcentaje de éxito: en torno a un 80 por ciento de quienes lo intentan lo consiguen. Si lograr esa autonomía no es algo sencillo en ninguna parcela, mucho menos aún lo es en la calle, en la selva de hormigón, ese espacio abierto en el que la única referencia es siempre una pared. Antes de iniciar nuestro deambular con el bastón en la mano dibujando un arco al frente que ocupe más o menos nuestro cuerpo, instintivamente agachamos la cabeza, como si tratáramos de ovillarnos sobre nosotros mismos, de establecer una suerte de protección frente a lo que podamos encontrarnos.

Si la sensación de temor te invade desde el instante en que te adentras en la oscuridad, al poner el bastón y los pies en la calle ésta se multiplica de forma exponencial, algo a lo que contribuye la percepción de que el ruido -cualquier ruido- sube el volumen varios decibelios. Es algo que asusta. Caos súbito, el citado miedo y un vértigo difícil de explicar. En los primeros pasos que uno cree rectos, pero son más torcidos que los renglones de Dios la sensación es la de un equilibrista que supiera que, fuera del arco que traza el bastón, se abren precipicios. Sencillamente el vacío. Es como caminar por una cuerda floja, con un titubeo constante. Se retrocede con seguridad, pero se avanza a tientas, escribió Benedetti, y yo lo hago a cámara lenta mientras escucho con intensidad el rugido voraz de los motores de los vehículos que transitan por la calle Vitoria, sus impacientes cláxones, su chirriar de frenos; todo ello se funde con las voces y los pasos de quienes van y vienen, la música que emana de las tiendas y los bares, sonidos que suelen ser ajenos de puro cotidianos, pero que ahora, sin visión ninguna, inundan tus oídos como nunca. Si la pared -siempre la pared- es la referencia esencial, la 'botonera', como llaman al suelo rugoso compuesto por pequeñas esferas es el sendero mágico, el carril que guía a los invidentes cuando, en los cruces de las calles, se ven obligados a abandonar la pared.

Encogido, con temor, así afrontamos atravesar esta pasarela sobre el Arlanzón entre viandantes, bicis, patines...Encogido, con temor, así afrontamos atravesar esta pasarela sobre el Arlanzón entre viandantes, bicis, patines... - Foto: Alberto Rodrigo

Aunque María José vela en todo momento por este torpe deambular resulta imposible despegarse de la sensación de fragilidad y desvalimiento que me atenaza, por más que crea conocer el itinerario; a menudo se pierden las referencias, y uno se desorienta fácilmente, mucho más cuando se topa con elementos que nunca deberían estar pegados al salvavidas que es la pared. Si atravesar la calle Vitoria y orientar mis pasos hacia la calle Gran Teatro tras eludir el chaflán y no colarme en ninguno de los locales que hay en esa manzana ha sido como tocar la cima del Everest, doblar la primera esquina y afrontar el reto de cruzar el río por la pasarela del Silken se antoja como subir a la luna. Choco con una pareja que charla ajena a mi desmañada irrupción y que, después de golpear con mi bastón en sus pies, amablemente reconduce mis pasos, que al cabo se ven de nuevo alterados por un obstáculo inesperado y que no logro identificar: se trata (me cuenta mi guía) de una montaña de cajas de cartón vacías que me alejan sin quererlo de la pared, generando mi desconcierto.

Al cabo, consigo identificar la 'botonera' que me conduce al paso de peatones de la avenida del Arlanzón que desemboca en la pasarela peatonal del río. Se necesita mucho entrenamiento para ubicarse correctamente y, cuando suena el dispositivo que anuncia que se puede cruzar (para lo que conviene aguzar el oído), hacerlo recto, sin salirse del paso. Me sucede que me alejo de las rayas longitudinales y me presento en la acera de enfrente con el bordillo, ya que el rebaje con la botonera se me ha quedado a un lado. De nuevo enderezado, encaro atravesar la pasarela, sabedor de que por allí también transitan bicicletas. Resulta incómodo manejar en este punto el bastón ya que la barandilla no tiene la consistencia de la pared y éste toca a veces el vacío. Aunque no lo sé, estoy pasando el puente por la zona del carril bici, que es uno de los elementos urbanos que más temen los invidentes.

El otro, claro, son los elementos del mobiliario urbano que algunas mentes preclaras han decidido ubicar al albur de la insensibilidad más absoluta: una caprichosa y traidora jardinera, una farola, una señal, una papelera o una obra mal señalizada o cualquiera de las mesas de terraza de los negocios hosteleros que se encuentran pegadas a la pared. Olé sus bemoles. Después de perder mi rumbo deshojando por completo la rosa de los vientos -quería llegar al Museo de la Evolución Humana y lo más cerca que he estado ha sido de la simpar familia de homínidos de bronce que hay al otro lado del puente- mis pasos buscan, con la ayuda de María José, claro, el malecón del río, puesto que mi intención es cruzar al Espolón por el puente de San Pablo. La misión no es nada sencilla: una farola pegada al muro vuelve a desorientarme. 

Y lo de cruzar el puente de San Pablo, qué decirles. Alcanzar gracias a la botonera el paso de cebra no ha sido suficiente para hacerlo bien: los nervios de tener que cruzar rápido sus cuatro carriles llevan inconscientemente mis acelerados pasos en diagonal, y no recto, por lo que, si no me hubiera redirigido María José, me hubiese presentado en mitad de la calle Valladolid, frente a Correos. Ya ubicado en la acera, el caos me invade: la mole de piedra que sostiene una de las farolas de la esquina que está en el puente de San Pablo con la calle Valladolid me desorienta; las distintas señales -de tráfico y turísticas- contribuyen al desorden; para colmo, una papelera. Y estoy -sin saberlo- en mitad del carril bici, incapaz de salir del atolladero, creyendo encontrarme en un sitio, pero estando en otro mientras una manada de chiquillos de excursión me rodean. Un horror. 

De nuevo enfilado por mi guía, saludo cortésmente a las estatuas cidianas de esta parte del puente golpeando su base con mi bastón. Consigo doblar la esquina e inicio una yincana, porque no se puede llamar de otra manera a lo que me voy encontrando: una interminable hilera de árboles, farolas y papeleras pegaditas al malecón que hacen inviable mi discurrir. Del bracete de María José me ubico en la avenida principal del Espolón, y hete aquí que nada más echar a andar hacia el Arco de Santa María me topo con un elemento que no debería estar allí (sirva este ejemplo para el resto de establecimientos hosteleros que sitúan donde no deben sus carteles del menú del día): se trata de una figura que emula a un sonriente (eso lo he sabido después) cocinero que muestra la carta del Casino. Maldita la gracia que tiene, ya que me hubiera dado de bruces contra él de no haber sido advertido a tiempo.

Aún no repuesto del susto, casi soy embestido no por un miura, sino por una pacífica vaca, símbolo de una franquicia comercial, que por más señas lleva paraguas con el consiguiente riesgo para mi integridad, si bien no podría haberme sacado los ojos al llevar gafas... Desde allí decidimos emprender el regreso a la sede de la ONCE, y uno de los últimos sobresaltos lo recibo al cruzar la plaza de Mio Cid: soy incapaz de discernir entre la botonera y el tipo de adoquín elegido para esta acera (sucede también con muchas alcantarillas), lo cual vuelve a desorientarme por más que tenga la certeza de que me encuentro tras los cuartos traseros de Babieca. Pese a jugar con la ventaja de haber estado acompañado y cuidado, me siento exhausto, tal ha sido la tensión y la angustia de caminar a oscuras durante buena parte de la mañana. 

Cuando descubro mis ojos, siento un alivio inmenso, un alborozo casi infantil. Y una admiración infinita por todas aquellas personas que, a diario, se lanzan a la calle con tanta valentía como dignidad, desafiando a la jungla de hormigón, a sus peligros, a su displicencia, a su insolidaridad y a su insensibilidad. Porque no hay peor ciego que el que no quiere ver. Ojalá quienes olvidan a los que no ven abran de una vez y para siempre los ojos