Burgos, aquel nido de espías

R. PÉREZ BARREDO / Burgos
-

El CNI admite que España está hoy repleta de agentes rusos. En otras épocas también revueltas, por Burgos se pasearon algunos de los más importantes espías, algunos de los cuales cambiaron los designios de la historia

Sobre la mesa que fue de Franco durante la Guerra Civil y que hoy está en el Ayuntamiento, elementos que remiten al espionaje. - Foto: A. Rodrigo/ Martín G. Barbadillo

El espionaje es viejo como el mundo: dos mil años antes del nacimiento de Jesucristo ya se tienen registros documentales de esta actividad encubierta, que ha jugado un papel esencial a lo largo de la historia. Y ningún contexto es más propicio, claro, que uno bélico, de ahí que sean constantes las noticias que, un día sí y otro también, hablan de la presencia de agentes secretos rusos en nuestro país -hecho que ha acreditado el Centro Nacional de Inteligencia- que tratan de obtener información sobre la OTAN, la Unión Europea y Ucrania, el país que Vladimir Putin intenta conquistar a sangre y fuego desde hace ya más de dos años. Aunque pueda parecer extraño, Burgos fue, especialmente en una época concreta, un nido de espías. De hecho, algunos de los que han sido considerados como los más grandes de todos los tiempos, hicieron en la Caput Castellae tanto pinitos como acciones que determinaron los designios de la historia. Por encima de todos, uno: el británico Kim Philby. 

Educado en Cambridge, Philby fue el agente doble por antonomasia: trabajó siempre para Stalin. A las órdenes de Moscú. Con la tapadera de periodista del rotativo The Times, recaló en Burgos en plena Guerra Civil para contar las hazañas bélicas de los golpistas cuando realmente se encontraba en la capital castellana para informar a los soviéticos (que apoyaban al bando republicano) de todos los planes de guerra de los sublevados, cuyas decisiones se estaban tomando desde el despacho de Franco en el Palacio de la Isla. De otro, tenía una misión mucho más concreta, y que de haberla llevado a cabo con éxito podría haber modificado el rumbo de los acontecimientos: asesinar al ya autodenominado 'Caudillo'. Así consta en los archivos que hace años desclasificó el servicio de inteligencia británico. Tuvo ocasiones de hacerlo. Al menos dos. La más propicia fue la segunda, que se produjo, además, de la forma más azarosa: el espía había resultado herido cubriendo el Frente del Ebro, y el propio Franco quiso condecorarlo en el Palacio de la Isla. Sin embargo, días antes recibió la orden de abortar la misión. Y el futuro dictador le puso el galón en el pecho.

También en aquellos años de fuego se conocieron en Burgos Juan Pujol García y Araceli González Carballo. Eran dos idealistas que se enamoraron en la capital castellana, conjurándose entonces para dedicar su vida a derrotar el auge del fascismo en su país y en Europa. Tan es así, que tras el triunfo de los rebeldes se ofrecieron a trabajar como agentes para los aliados a través de la embajada inglesa. Como no les tomaron en serio, a Araceli se le ocurrió hacer lo mismo en la embajada germana: creyó que, si los alemanes les aceptaban, esa posición se haría más deseable para los británicos. Los alemanes aceptaron. Así fue cómo Juan Pujol se convirtió en un agente de la Abwehr, los servicios secretos del III Reich. Lo hizo con el apodo de 'Arabel'. Durante meses, hicieron creer a los alemanes que habían tejido una red de espionaje en Gran Bretaña. Fue entonces cuando el matrimonio volvió a ofrecerse a los británicos. Entonces sí, fueron aceptados por su servicio de inteligencia. Su nombre de guerra, a partir de entonces, fue Garbo. Convertidos en agentes dobles del MI-5 e instalados en Londres, desarrollaron una intensa y arriesgada labor de espionaje y contraespionaje que alcanzó la cima en 1944. La pareja participó en la 'Operación Fortitude', que consistió en convencer a los nazis de que la invasión aliada que se iniciaría en Francia se produciría en Calais, a más de 200 kilómetros de Normandía, donde en realidad se produjo Hitler y los suyos se lo tragaron. El resto es historia.

Otras dos mujeres, en aquellos años bélicos. Una se llamaba Frances Doble; había triunfado como vedette en el Londres de los años 20. De carácter aventurero, se divorció del barón con el que había contraído matrimonio y recaló en España, viviendo a caballo entre Salamanca y Burgos. Simpatizaba con los sublevados, y en Burgos tuvo un tórrido romance con Kim Philby, confidencias de alcoba incluidas. A instancias de Philby, Doble sedujo a un alto jerarca nazi, al que arrancó no poca información. La bellísima mujer mantuvo otra relación con otro agente inglés que, este sí, trabajaba para los aliados: Tom Burns, que tenía la tapadera de cooperante y conducía ambulancias en la Capital de la Cruzada. Tras la contienda, Burns, que permaneció en España en los años 40 tratando de que no entrara en la contienda para proteger Gibraltar y el Mediterráneo occidental.

La otra mujer que hizo labores de espionaje fue la norteamericana Amy Elisabeth Thorpe. Espíritu libre, mujer inteligente, culta, profundamente rebelde y amante del riesgo. pasó largas temporadas en Burgos trabajando para la Cruz Roja Internacional y recaudó fondos para suministros médicos a la vez que ayudó a cruzar la frontera de Irún a familias afines a los golpistas aunque ya entonces era una espía que estaba del lado republicano. Pronto levantó sospechas entre los sublevados y tuvo que abandonar España en 1937. En plena II Guerra Mundial, con el nombre clave de 'Cynthia', logró valiosísima información para que los aliados supieran de los movimientos bélicos de Alemania e Italia que se tradujeron en sonadas derrotas de estos (también informó de que los nazis tenían una máquina de cifrado llamada 'Enigma').

El último gran espía que estuvo en Burgos lo hizo muchos años después, en otro contexto: cuando ETA sembraba el terror en España. Se llamaba Mikel Lejarza, alias Lobo, y fue el topo más importante que tuvo jamás la banda terrorista. Residió durante un año en Burgos, desde donde dirigió varias acciones, como la 'Operación Chubasquero', que consistió en impermeabilizar la muga (la frontera) para detener a todos los etarras que intentaban entrar en España.