Cuesta opinar sobre el último episodio de violencia en el eterno conflicto palestino-israelí desde la ociosa e intrascendente Europa; desde esta mancomunidad de países que ha quedado para repartirse los fondos de la PAC y determinar cuándo y dónde se pueden matar lobos y cuándo y dónde no. Ante lo verdaderamente importante, conviene no mirar hacia los dirigentes e instituciones del Viejo Continente para no darse de bruces con la realidad.

Resulta descorazonador que un país que 'presuntamente' ostenta la Presidencia de turno de la Unión Europea haya sido relegado del comunicado conjunto firmado por las grandes democracias occidentales (Estados Unidos, Francia, Alemania, Italia y Reino Unido) tras el ataque terrorista de Hamás. Ese mismo país que sí fue capaz de sentar en una misma mesa de negociación en Madrid a Yasser Arafat (líder de la OLP) y a Isaac Rabin (presidente de Israel). Era 1991. La diplomacia española, en tiempos de uno de los gobiernos de Felipe González, hizo posible semejante hito. 

Las reflexiones que se escuchan y leen ahora en España en torno al conflicto en Oriente Próximo están trufadas de prejuicios alimentados por el desprecio. El antisemitismo es transversal, anida en ideologías extremas, y es el principal sinónimo de rencor en la historia de la humanidad. 

Parecía que el siglo XX había terminado hace unos años, algunos creen que con el atentado contra las Torres Gemelas. Pero tan solo hay que mirar hacia el otro lado del Mediterráneo para darse cuenta de que el mundo sigue siendo incapaz de encontrar una vacuna contra el odio, ese que cada día brota de los dirigentes políticos y de la propia sociedad... es cuestión de abrir los ojos y las orejas para comprobarlo.