Ya traté aquí el nulo interés que esta ley manifiesta por el castellano. Hoy, el exceso de burocracia para los profesores.

La ley establece la enseñanza por proyectos. Consiste en enseñar lo de siempre, pero con mucha más tecnología y más blablablá: para cada proyecto tendremos que plantearnos (y ¡ay! poner por escrito) los objetivos, contenidos, alumnos implicados, reparto de tiempos, recursos empleados, espacios utilizados, criterios de evaluación, competencias implicadas, análisis de resultados y evaluación de la evaluación; esto es como la programación que se hace para todo un curso escolar, pero en más corto, para cada uno de los aspectos que se quieran trabajar: es decir, el trabajo multiplicado por 7, 10 o 15. Si solo se da clase a un nivel, se pueden aprovechar estas miniprogramaciones para varios grupos, pero lo normal es tener dos o tres niveles cada año. Y, claro, todo esto individualizando a cada alumno, haciendo que trabaje en grupo colaborativamente y, basándonos en la observación de su trabajo, pero evaluando con criterios objetivos: la cuadratura del círculo

La otra novedad es la evaluación por competencias: consiste en señalar unas áreas que los alumnos deben superar para pasar de curso, promocionar o titular (no son lo mismo las tres cosas, y cada una lleva su informe correspondiente). La ley marca hasta ocho competencias básicas que se deben analizar desde distintos parámetros, cada una con su peso específico en la asignatura… Al final, tendremos entre 40 y 80 ítems ¡para cada alumno!

Y algunos profesores rebasamos los cien alumnos por curso. Todos estos ítems se reparten de modo que su peso ponderado debe cuadrar al final: es como hacer balance de empresa en ¡cuatro evaluaciones por año! Al final, no sé si soy una simple contable o una contable simple. 

Lo único que de verdad quiero es que me dejen de papeleo inútil y cálculos ridículos que no conducen a nada. Y que ese tiempo gastado en burocracia se lo pueda dedicar íntegramente a mis alumnos.