La política italiana es un laboratorio de experimentación desde hace siglo e insisten en ello: 65 gobiernos en 75 años, 30 primeros ministros, los cuatro últimos fruto de inestables coaliciones de partidos con candidatos que no pasaron por las urnas. La legislatura que arrancó el 2018 ya lleva tres gobiernos y dos primeros ministros. Y la vida sigue e Italia, sin ir bien, tampoco va mal. No es un estado fallido, ni una democracia iliberal o calamitosa; pero el sistema rinde bastante menos que su potencial, se mantiene en la zona alta de los países intermedios, por delante de España.
Desde 2018 tras unas elecciones aparentemente renovadores con dos nuevos partidos emergentes (Liga y 5estrellas) ningún partido, ningún dirigente oficial era capaz de componer una mayoría. La salida mecánica eran unas elecciones anticipadas que no querían la mayor parte de los partidos porque a casi todos les podían ir bastante mal a la vista de las encuestas y del desafecto de la ciudadanía.
La cuadratura del círculo la ha dibujado el presidente de la República, único político en ejercicio en el que confían los italianos, que ha reclamado el compromiso para salir del laberinto al italiano con reputación (67% de aceptación) que más bien parecía destinado a suceder al presidente que a encabezar un gobierno. Decir que Mario Draghi es un técnico (tecnócrata) es menospreciarle; también es un político de primer nivel aunque no concurra a las elecciones. Pocas trayectorias pueden competir con la de Draghi tanto en el ámbito público (Tesoro, bancos centrales…) como en el privado, incluidas las credenciales académicas.
Se trata de un político moderno, sin redes sociales, con mucha autoridad y sin las mañas de las covachuelas políticas. Llega con una misión para ejecutar durante los meses que quedan de legislatura (hasta marzo de 2023). Dos años para reformar el Estado (aunque sea poco) y gestionar con tino los 200.000 millones de fondos europeos para modernizar el país. Italia parece un desastre, pero con recursos para evitar el precipicio.