Mirar hacia atrás sin demasiada ira te hace contemplar el presente con una nueva perspectiva. Estaba yo preparando un trabajo sobre el año transcurrido (este lunes se cumple) desde que se clausuró el último congreso, el 40, del PSOE, cuando de pronto caí en la cuenta: este ha sido un año de cambios fundamentales en la estructura del Estado y en las formaciones políticas. En solo doce meses ha habido relevos en la dirección del propio PSOE, en la Fiscalía del Estado, en el Tribunal Supremo y el Consejo del Poder Judicial, en el Consejo de Estado, en los servicios secretos, en el Govern catalán, en la dirección del principal partido de la oposición y, claro, en Radiotelevisión Española. Eso, sin contar con la crisis gubernamental de julio de 2021. Toma ya.
Muchos de estos cambios se deben a la acción del Gobierno que preside Pedro Sánchez. Solo siete ministros/as sobreviven a su llegada al poder en 2018. Y ha rectificado errores como la designación de Dolores Delgado como fiscal general del Estado o la de Adriana Lastra --ni un año duró en el cargo-- como vicesecretaria general del PSOE. Por lo demás, no cabe descartar la sospecha --¿certeza?-- de que La Moncloa ha tenido mucho que ver en la forzada dimisión de Pérez Tornero al frente de la Corporación RTVE.
Otros relevos, los de Lesmes al frente del gobierno de los jueces, o el producido en el CNI, por ejemplo, se deben también en buena parte a la acción e inacción del Ejecutivo. Se hayan consumado estos cambios de una u otra forma, no cabe duda de que hay una cierta tendencia a apoderarse de parcelas importantes del Estado por parte de un Gobierno sustentado férreamente en un partido de corte muy presidencialista. Que, por cierto, está hoy dirigido por dos ministras que tratan de compatibilizar sus difíciles carteras --Hacienda y Educación-- con la dirección de una formación política convertida en una maquinaria electoral con escasa sustancia ideológica.
Soy un ferviente partidario de los cambios. Pero con tres condiciones: que se produzcan cuando se deban producir, que mejoren lo anterior y que no tengan un carácter 'lampedusiano', es decir, que no respondan meramente a aquello de que 'hay que cambiar algo para que todo siga igual'. Los cambios (forzados y no planificados) en el Partido Popular han sido, por ejemplo, sustanciales en la marcha de este partido, e incluyo aquí lo ocurrido en Andalucía. Pero algunos de los registrados en el área socialista deben analizarse no solo como una rectificación a lo actuado anteriormente, sino también como un deseo de consolidar la ocupación de áreas de poder.
Quiero decir que, cuando los cambios no están destinados a cambiar sustancialmente nada, trayectos, métodos y objetivos, no son sino cosmética. Puede que, como mucho, muden procedimientos y talantes, pero ni talentos ni la filosofía fundamental de una gobernación. Es un clamor, por ejemplo, que el presidente ha de variar el rumbo de la coalición gubernamental y las relaciones con sus aliados, pero eso difícilmente va a mudar en el curso de lo que queda de Legislatura. Ha habido acciones de comunicación, como la del 'Gobierno de la gente', que se han limitado a un par de viajes presidenciales por provincias, mucho más limitados en los contactos con los ciudadanos de lo inicialmente previsto: a Sánchez no le gusta que le abucheen. A nadie le gusta.
A modo de conclusión: es este un país en el que resulta difícil hacer predicciones incluso a corto plazo. Fíjese usted en todo lo que ha ocurrido y transcurrido en apenas doce meses. Pues eso: que, si se cumple lo que hasta ahora se da por hecho y las elecciones se celebran en el otoño de 2023, queda un año largo para ir a las urnas. Figúrese todo lo que puede pasar, lo que ha de pasar. No apueste usted por un resultado cierto y seguro: hay mucho partido, y muchos cambios, por delante.