Fu el principio del fin de un milagro que se puede hoy contemplar con inmenso placer: la Catedral de Burgos, quintaesencia del gótico español, luce en todo su esplendor, como si por su maravillosa arquitectura no hubieran transcurrido ochocientos años. Sin embargo, hace tan sólo tres décadas -una gota en el inmenso océano de tiempo que atesoran las piedras del gran templo metropolitano-, éste se hallaba en serio riesgo.Ya no es que tuviera achaques: presentaba un estado deplorable.Estaba en serio riesgo. Hacía falta una cantidad de dinero ingente para poder abordar los numerosos problemas que acechaban la joya gótica. Hacía falta convicción.Hacía falta un plan. El Cabildo hacía lo que podía dentro de sus límites, a todas luces insuficientes. Fue entonces cuando este periódico decidió tomar la iniciativa y, en colaboración con los 40 Principales, exitosa radiofórmula de la época, se sacó de la chistera un ambicioso evento que constituyó un antes y un después en la rehabilitación de la Catedral, porque después de aquello llegó todo lo demás.
No fue un truco de magia. Fue un bombazo: traer a Burgos a uno de los artistas internacionales más importantes e influyentes del momento y que la recaudación del espectáculo fuera íntegramente a la rehabilitación de la Catedral.Dicho y hecho: con el musiquero Manolo Blanco al frente, se anunció en el verano de 1993 la actuación en la Cabeza de Castilla del artista británico Mike Oldfield, el tipo que había roto moldes en la década de los 70 con su Tubular Bells y que aún atesoraba el halo de músico místico, conceptual y rupturista con cualquier corriente. Fue un exitazo: la plaza de toros de El Plantío se llenó hasta la bandera, reuniendo a 10.000 personas. 

(La información completa en la edición impresa de este domingo de Diario de Burgos)