Camilo José Cela, en Roa de Duero

Máximo López de Vilaboa
-

Dentro de su libro de viajes 'Judíos, moros y cristianos', el premio Nobel dedica una buena parte a recorrer la villa raudense

Manuscrito de “Judíos, moros y cristianos”, donde se recoge parte de lo dedicado a Roa de Duero. - Foto: Fundación Camilo José Cela

Este mes se han cumplido 25 años desde la entrega del Premio Nobel de Literatura a Camilo José Cela (1916-2002), uno de nuestros escritores más universales. En febrero de 1956 publicó su libro Judíos, moros y cristianos, un viaje novelado por tierras castellanas, realizado entre 1946 y 1952, y que prosigue la estela literaria de su Viaje a la Alcarria. De este particular vagabundaje vamos a destacar el capítulo II, titulado Veinte leguas de Duero y en el que se centra en la comarca natural de la Ribera del Duero, desde San Esteban de Gormaz hasta Peñafiel. Pasará por distintas poblaciones de la provincia de Burgos como Zuzones, la Vid (donde visitará con detenimiento el monasterio), Peñaranda de Duero, Zazuar, Quemada, una amplia parada en Aranda de Duero, para luego ir a Berlangas de Roa, Roa de Duero y la Cueva de Roa. El vagabundo, como se refiere a sí mismo el narrador, sale de Aranda muy de mañana y se dirige «a la vera de tres mozas pálidas, enlutadas y silenciosas, jinetas en sendas y finas mulas de silla, que ni lo miran en todo el tiempo que a su lado anduvo. Al llegar a la primera encrucijada, las mozas siguen hacia Castrillo de la Vega, el pueblo de las buenas codornices y las mejores aguas, mientras el vagabundo, que no quiere perder el río, se mete a la derecha, por el camino de Berlangas, que está a dos horas a pie». Precisamente de Berlangas de Roa narra un hecho que, probablemente sea fruto de la imaginación del autor, en el que un niño con muy buena puntería le tira un cantazo. Tras el susto y la breve conversación con unas mujeres, se dirige a Roa: «De Berlangas a Roa se hace bien el camino; el terreno de vega es siempre agradecido de andar. Roa es villa de golpe de vista. Roa está sobre una colina y formando como una platea sobre el río. El campo de Roa es lozano y verde, con huerta en la salida y vallecicos de vides a las puertas. En Roa se cría la uva graciana y empieza a aparecer la albilla. Roa es un pueblo de muchas aguas». Y a continuación, en un ejercicio que repetirá a lo largo de los distintos capítulos del libro, describirá los ríos y arroyos que surcan la zona que visita. Después alude al curioso escudo de Roa, con su célebre lema de «Quien bien quiere a Beltrán, bien quiere a su can», y los distintos incendios que sufrió la villa raudense durante el siglo XIX: «Roa en el siglo pasado, fue villa combustible». Cuando está a los pies del puente sobre el Duero aparece un mendigo, llamado Toribio que, entre cigarro y cigarro, le irá contando a su manera la Historia de Roa desde sus orígenes hasta la muerte del Empecinado, capítulo al que prestarán gran atención. El mendigo, en una frase muy gráfica, cuando le está narrando los principales hechos del siglo XV le dice: «Entonces la historia de España era como un puchero que hervía, y Roa fue uno de los garbanzos más traídos y llevados». De otro hecho bien conocido de la Historia de Roa le contará: «El regente don Francisco Ximénez de Cisneros, el gran cardenal, murió en Roa, en el palacio de los Reyes, el año de 1517, el día de los cuatro santos mártires coronados, Severo, Severiano, Carpóforo y Víctor, yendo de camino hacia Villaviciosa de Asturias, a donde Dios no quijo dejarlo llegar, a recibir a don Carlos, el emperador». De los incendios de Roa durante el convulso siglo XIX le contará: «En 1813, los franceses, que habían puesto en huida al cura Merino y a sus hombres, entraron en Roa a sangre y fuego y no dejaron títere con cabeza. Veintidós años más tarde, durante la primera carlistada, fue el propio cura Merino quien incendió Roa. Este cura Merino fue el famoso patriota Jerónimo Merino, natural de Villoviado, lugar del ayuntamiento de Lerma, en la provincia de Burgos, donde cantó misa. Fue el primer jinete de España y trajo en jaque a los franceses durante todo lo que duró la guerra de la Independencia».

Abrumado por todo lo que le ha contado sobre la Historia de Roa el narrador prosigue su camino desde el puente para adentrarse en sus calles: «A Roa se pasa por un puente de piedra de cinco ojos tirado a cordel sobre el río Duero. Al vagabundo, al entrar en Roa, quizás agobiado por el peso de historia que llevaba encima, se le antojaron los dedos huéspedes y el tabardo, dorada chupa de noble. El vagabundo, al entrar en Roa, enderezó las espaldas, hinchó la tabla del pecho y levantó el mirar con altanería. Después buscó la posada, se zampó dos arenques y un vasillo de aloque y se tumbó a dormir en el zaguán, con unas mantas de caballería por cabezal. Su sueño de aquella noche, fue un sueño poblado de brillantes marchas de caballeros y de lucidos cortejos de paladines. A la mañana siguiente, bien temprano, el vagabundo empezó a subir y bajar las calles de Roa, las mismas calles que vieron tanto rey, y tanto infante, y tanto obispo juntos. El palacio donde murió el cardenal Cisneros está en cenizas. De las murallas no restan sino trozos ruinosos. Del castillo, que debió ser muy fuerte, queda ya poco más que el recuerdo. En el patio del castillo hay un pozo sin fondo, un pozo en el que se tira un canto y no se le escucha llegar. En Roa quedan buenas piedras de escudo. Roa es villa con seis puertas –la de San Esteban, la del Palacio, la del Arrabal, la de San Miguel, la de San Juan, la de Guzmán–, un paseo con bancos que recibe en cada trozo su nombre –Espolón de San Esteban, Espolón y Olmillos–, un cementerio que guardó los restos del Empecinado, una balsa, la Cava, que sirve de abrevadero, y tres iglesias de noble figura, sólida fábrica y azotada historia: la de Santa María la Mayor, en la plaza, que en tiempos fue colegiata con el título de Insigne y un prior, cuatro canónigos, cuatro racioneros, y organista y mayordomo, y las parroquias de San Esteban y de la Santísima Trinidad».

El libro Judíos, moros y cristianos ha tenido innumerables ediciones desde su publicación en 1956 y a raíz de la concesión del premio Nobel a su autor en 1989 fue traducido a varios idiomas.