Los organismos genéticamente modificados (OGM) supusieron un avance para la agricultura que la sociedad no percibió correctamente, en gran parte porque sus descubridores no supieron comunicar el hallazgo debidamente y sus detractores fueron capaces de demonizar una técnica en base a supuestos perjuicios que no han podido ser científicamente demostrados casi tres décadas después.
José Miguel Mulet es catedrático del departamento de Biotecnología en la Universidad Politécnica de Valencia y dirige una línea de investigación en el Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas (IBMCP) que trata de desarrollar plantas tolerantes a la sequía o al frío. Además es un excelente divulgador científico, algo muy necesario para que la sociedad pueda comprender la importancia de las investigaciones para el futuro de la agricultura.
Mulet afirma que la batalla por los transgénicos, una de las variantes de OGM que existen, está perdida porque habría que reformar el marco legal existente. Afirma que, realmente, no están prohibidos, sino que exigen unos requisitos extremadamente rigurosos para ser comercializados. En este sentido coincide con Elena Sáenz, directora de la Asociación Nacional de Obtentores Vegetales, que explica que ese proceso para poder comercializar semillas transgénicas para la agricultura llevaría unos 20 años y alrededor de 20 millones de euros, y aun así cada país puede vetar posteriormente el uso de ellas semillas en lo que Sáenz llama una renacionalización de las autorizaciones. Lo grave de todo esto es que desde Europa importamos continuamente, para alimentar al ganado, el fruto de esas semillas que no se pueden sembrar en territorio comunitario.
El problema, explica Sáenz, es que Monsanto, la empresa que lanzó al mercado los transgénicos, no se preocupó de informar a la población de lo que suponía este avance. Pero las organizaciones ecologistas vieron que una gran multinacional, ya demonizada por el simple hecho de serlo, ponía la venta un producto hasta entonces desconocido y con un nombre algo inquietante, lo que se tradujo en una campaña en su contra «de libro», como la califica la directora de ANOVE. Mulet habla de «la ideología por encima de las evidencias científicas».
Esa campaña caló en la sociedad europea, que, al contrario que en otras partes del mundo, percibe los transgénicos como algo nocivo cuando en realidad representan una herramienta de la que muchos agricultores de fuera de la UE se pueden aprovechar, dejando a los comunitarios en desventaja. Sáenz explica que en Bruselas reconocen que la edición genética es una herramienta fundamental para alcanzar los tan nombrados Objetivos de Desarrollo Sostenible y cumplir con las estrategias verdes marcadas por la UE, pero los parlamentarios europeos «no pueden aprobar algo que no aprueban sus votantes». En ese sentido, se pregunta por qué no se llevan a cabo campañas de información y publicidad por toda la UE tal y como se hace, por ejemplo, con el cultivo ecológico. «No vale que la UE haga trampas. Nos pide alcanzar unos objetivos pero no nos permite usar las herramientas necesarias para ello».
El caso es que, como dice Mulet, la batalla por los transgénicos está perdida, pero aún queda esperanza para la edición genética, una técnica diferente de obtención de OGMs. Mientras que en los transgénicos se introduce un gen (o varios) de otra especie en la que se quiere modificar, en la edición genética tan solo se manipulan los genes de la propia especie. Como ejemplo de transgénico se puede poner una variedad de trigo, recientemente obtenida por una universidad argentina, altamente resistente a al sequía gracias a un gen proveniente del girasol; una variedad que los agricultores europeos nunca van a poder utilizar. La edición genética, por el contrario, consiste en manipular los genes que ya porta el propio trigo para mejorar su respuesta a la sequía (o para conseguir cualquier otra cualidad), es decir, no se introduce material genético externo.
Pero la Unión Europa, de manera incomprensible, iguala la edición genética con los transgénicos. A falta de legislación específica, se apoya en una sentencia de la Justicia francesa que dijo en su día que eran lo mismo, a pesar de que científicamente son técnicas muy diferentes. Esto no ocurre en países como Estados Unidos o Brasil, e incluso en Japón, un lugar que tradicionalmente ha sido contrario a este tipo de prácticas.
Sistema CRISPR.
El sistema CRISPR es una técnica de edición genética descubierta por un investigador español, Francisco Mojica, que lleva más o menos un lustro siendo utilizada por laboratorios de todo el mundo. Sáenz explica que los vegetales obtenidos con este proceso son absolutamente indiferenciables de los creados con la selección tradicional y que, obviamente, son igualmente saludables. Y además destaca tres factores que lo hacen especialmente atractivo: es sencillo, barato y rápido.
Con esas ventajas, la mejora vegetal podría dar pasos de gigante para aumentar la producción y reducir el empleo de agua de riego y fitosanitarios, al poderse obtener variedades con más rendimiento y más resistentes a las sequías y las enfermedades. Sería, según Sáenz, una «democratización de la mejora vegetal», ya que sería accesible para laboratorios e instituciones más pequeñas y permitiría trabajar con especies de cultivo minoritarias que ahora no compensan la inversión en tiempo, trabajo y dinero que requiere crear nuevas variedades. La directora de ANOVE lo describe como «un atajo para conseguir lo que la naturaleza o la selección tradicional tardarían mucho tiempo en lograr».
El problema es que, de momento, la técnica CRISPR está vetada en la UE. Los laboratorios pueden emplearla para obtener nuevas variedades, pero esas variedades no se pueden sembrar o plantar en territorio comunitario. Obviamente, ese trabajo no se desaprovecha, pero suelen ser empresas de capital extranjero las que sacan beneficio de unas investigaciones que, en muchos casos, han sido subvencionadas con dinero público de los contribuyente europeos. No parece muy lógico. Y el colmo del sinsentido es que esta técnica fue la utilizada para crear las vacunas que se administraron contra el coronavirus, pero en ese caso Bruselas no puso una sola pega y la inmensa mayoría de los europeos se dejaron pinchar el brazo sin alzar la voz.
Sáenz lamenta que esta prohibición es económica y medioambientalmente ruinosa porque impide el uso de variedades que producirían más con menos gastos. Y lo peor es que por otro lado se permite que los agricultores argentinos, brasileños, estadounidenses o de cualquier otro país de fuera de la UE utilicen esas semillas y nos vendan su producción sin problema, quedando los labradores comunitarios en clara desventaja.
Esperanza… a largo plazo. A pesar de la prohibición actual, hay esperanza en que la Unión Europea autorice su uso. Con los transgénicos, como explica Mulet, la guerra está perdida: sería necesario cambiar un marco legal muy complejo y hay poca voluntad de hacerlo. Sin embargo, la edición genética es algo nuevo que aún no cuenta con una regulación específica, por lo que nada impide que la normativa que se cree permita a los agricultores emplear las variedades así obtenidas.
Pero eso no va a pasar mañana. Según expone Sáenz, es un proceso largo y farragoso que, aunque ya ha comenzado, no finalizará en ningún caso antes de 2025; y nada garantiza que el resultado sea el esperado. Tras el encargo del Consejo a la Comisión Europea para modificar la legislación, se han sucedido varios periodos de consulta pública, diferentes estudios de impacto y campañas ecologistas varias. Dos años después, el 7 de junio (debería haber sido en el mes de diciembre pasado), se presentará en un Consejo de Ministros de Agricultura de la UE una propuesta de reglamento (junto con otra independiente, pero también muy importante, que regulará uso de fitosanitarios); Sáenz desconfía de esa fecha y cree que probablemente no será antes de julio, con España ya en la presidencia comunitaria.
Después de esta propuesta, y antes de que España concluya su presidencia, se pretende firmar una acuerdo que deje establecidas las líneas de actuación, pero luego tendrá que ser la Comisión la que afine el texto. Posteriormente este documento pasaría al Parlamento Europeo, donde se presentarían enmiendas («probablemente miles», dice Sáenz) para incorporar los cambios que sean acordados. Pero antes de que acabe este proceso hay elecciones europeas, con lo cual todo se paralizará y quedará pendiente de que, allá por diciembre de 2024, alguien lo retome, si es que no se inicia de nuevo todo el procedimiento.
El caso es que, ante esta oportunidad, Elena Sáenz está convencida de que informar a la población es fundamental. La percepción de la sociedad civil es clave, porque quienes se encargan de legislar no se pueden permitir ir en su contra. Y en este caso esa percepción está basada en prejuicios que no se sostienen bajo ninguna evidencia científica, mientras falta información real que lo que supondría la utilización de la técnica CRISPR para el futuro de la Unión Europea.
Un brócoli que no plantaremos, pero sí comeremos.
José Miguel Mulet está trabajando en la obtención de una variedad de brócoli más resistente a la sequía mediante la técnica CRISPR. Explica que las plantas tienen su propia respuesta a este fenómeno para sobrevivir: modifican algunas funciones para perder menos agua por evapotranspiración y acumulan ciertas moléculas para retener agua, como los azúcares («por eso se dice que los melocotones de secano están mas ricos», asegura). En su laboratorio (aún no han comenzado los ensayos de campo) está tratando de que esas reacciones se produzcan antes para que la planta ofrezca una mayor resistencia a la sequía. La paradoja es que, cuando lo consiga y si no cambia la normativa, ese brócoli no podrá plantarse en España ni en la Unión Europea, pero sí en otros países, quizá Marruecos, cuyos agricultores, gracias a esta investigación, competirán con ventaja frente a los españoles, tanto en el mercado nacional como en el internacional.