Paco Rabal

Antonio Pérez Henares
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Galán y Truhán, Goya, Azarías y Juncal

Paco Rabal

Al pronunciar su nombre, Paco Rabal, a la memoria y la retina de un par de generaciones de españoles se nos vienen de inmediato dos imágenes: los pantalones y la chaqueta de pana 100 veces remendados de Azarías con su Milana Bonita al hombro y el porte, los andares y decires del torero retirado Juncal. Y quizás, otras dos más: el Goya que encarnó en más de una ocasión y que es el Goya al que pusimos su rostro y creímos ver vivir, y la de los Truhanes, dos pícaros españoles en la mejor y más acrisolada tradición real y literaria de nuestra nación. Cada uno reflejo de un prototipo que como nadie encarnaron ellos dos: el de postín, el asturiano Arturo Fernández, y el más pedestre y de arrabal, nuestro protagonista de hoy, el murciano de Águilas.

Ambos en aparente confrontación pero en el fondo muy parejos y cómplices en la pantalla y en la vida real. Ambos salidos de un tiempo y un sustrato de pobreza, agobio y pelea por sacar y levantar cabeza, no les faltaron calamidades a ninguno en sus tiempos de jovencillos por Madrid. El uno comunista, el otro de derechas. Los dos grandes amigos, galanes, seductores, grandísimos actores de enorme vocación y dedicación hasta el último día. Cada cual con un estilo personal e inconfundible, con una vida cuajada de vivencias, de personajes, de romance y de leyenda, pues en ello concluyeron también los dos.

 Francisco Rabal, nacido un 8 de marzo de 1926, y muerto en un avión mientras brindaba con champán con su mujer Asunción, el 29 agosto de 2001, entró en la profesión desde tan abajo que en realidad no estaba ni en la función. 

Había llegado con su familia a Madrid en 1936 y el chaval tenía que trabajar por el día en lo que saliera para echar una mano. Comía y estudiaba ya puesto el sol en los cursos nocturnos de Nuestra Señora del Recuerdo. En algún momento, se topó con el ya consagrado autor Dámaso Alonso, quien le regaló sus primeros libros de poesía, a la que sería ya para siempre gran aficionado y gustaba practicar. Y Paco decidió que él iba a ser artista. Fácil no iba ser. Consiguió trabajo en los Estudios Chamartín, pero no con un papel, sino para trajinar con cables y luces, puesto que su primer desempeño allí fue de ayudante de electricista. Pero al menos estaba allí y cuando hacían falta extras y figurantes en cuanto podía se colaba.

 Desde el año 1942 a 1947, un lustro entero, no pudo llegar a nada más hasta que Vicente Gil le dejó decir algunas frases en Reina Santa. Con ello, le bastó para asaltar la escena con toda la fuerza de su prestancia y de su voz. Hizo cine y cogió tablas y saber en el teatro, logrando su primer gran éxito con la obra Muerte de un Viajante de Arthur Miller. Así comenzó el rodaje de quien iba a ser el autor que marco referencia y cima de toda una época del cine español. El que trascendió nuestras fronteras y logró gran fama internacional. El que participó en más de 200 películas y fue actor predilecto para directores de la talla de Buñuel, Saura, Antonioni, Chabrol o Visconti. Fue con Buñuel con quien hizo Nazarín, Viridiana y Belle de Jour y con quien estableció una profunda y larga amistad. De él escribió: «leo todos los días sus memorias como si fueran una Biblia. Desde el primer día que nos conocimos fuimos muy buenos amigos y nos llamamos tío y sobrino hasta su muerte».

 Rabal se convirtió en un gran galán a escala mundial. Su porte y su voz, impactantes, amén de su talento, lo propiciaron. Pero siempre aportó un elemento diferencial y nada convencional ni atildado de dureza, vigor y poderosa masculinidad que lo definieron. Su leyenda amatoria, que sigue manteniéndose en el recuerdo incluso hoy y que de «urbana» tiene poco, es un mito contrastado. 

Casado a principios de los años 50 con la actriz teatral Asunción Balaguer, y a cuyo lado permaneció hasta el mismo día de su fallecimiento. Habían ido a recoger un premio a Montreal (Canadá), cuando al regreso le sobrevino en el avión el ataque final. Mientras brindaban con una copa de champán, sufrió un efisema pulmonar. Rabal distinguía entre fidelidad y lealtad. Lo primero no lo fue mucho, la verdad, pero para su compañera parece que lo segundo sí. Yo mismo le oí pregonar en sus últimos años y, una vez muerto, el amor que siempre le tuvo le mantenía su seguridad de que él siempre la amó también. «A casa siempre volvía y volvió».

Pero qué iba a hacer Paco, si llegábamos a cualquier ciudad del mundo y había una cola de las mujeres más hermosas esperándole en el hall del hotel o haciendo cola en la puerta de su camerino - me dijo un día el director Tito Fernández, gran amigo suyo también. 

Quizás hoy no sea nada correcto. Ni contarlo tampoco, pero eso es lo que hay. Lo que fue es todo lo discreto que podía ser y aún más, pero los nombres más sonoros de actrices, cantantes, aristócratas, alguna famosa y jacarandosa duquesa, junto con mujeres de todo tipo y condición, se vincularon a él. Y no faltaron quienes alardearon de ello. Uno mismo, aunque lo conoció ya casi en la ultima década, quizás la de más esplendor artístico , con algún accidente que le señaló el rostro y muchos y muy vividos años a cuestas. Reciclado y para bien en un inmenso actor en plena madurez, convertía a sus personajes en algo tan vivo y verdadero que lo acaban suplantando a él mismo. Pudiera dar fe de alguna de aquellas, pero no lo van a hacer. 

Sí me atreveré a contar tres anécdotas y hasta donde puedo contar. Una surgió una noche en Bocaccio y por una apuesta por culpa de un maitre que no quería fiar una ronda. Él y otro de sus íntimos, Raúl del Pozo, acabaron marchándose aquel mismo día al amanecer a Roma donde, según nos relató luego el periodista, fueron muy bien y placenteramente recibidos por algunas actrices amigas, cuyos nombres nos hicieron palidecer de envidia y con las que nada de nada les faltó. Volvió a los dos días por Bocaccio, ojeroso, Raúl y al preguntarle por el otro nos contestó: «Don Franchesco se ha quedado unos días más. Le llaman así hasta los taxistas y no le permiten pagar. Y no como aquí, cabrones, que no le queréis fiar». 

 La otra, de años bastante mas atrás, la contó Tito Fernandez, director de series como Los ladrones van a la oficina y amén de iniciador de Cuéntame. Iba sobre sus andanzas en México con Jose María Bardem y él mismo, comunistas los tres y el Bardem del Comité Central. El director Indio Fernández, famoso también por violento y que a más de uno le había descerrajado un tiro, los invitó a su casa y, tras mucho tequila trasegado, el Indio se mosqueó de que su bella mujer no fuera a haber tenido o fuera a tener tentación con Rabal. Entonces, empuñó un revólver colt con el que iba apuntándoles a los tres con mano temblorosa y voz alterada. «A ver si un gachupín no está catando lo que no debe ni mirar». Aterrados, no sabían cómo salir de allí; hasta que el mexicano, en un momento, se fue a orinar. 

«Saltamos por la ventana y salimos a escape - rememoró entre risas Tito. Entonces dijo: somos del PCE los tres pero... ¡Viva España! y vámonos cuanto antes para allá. Y lo coreamos todos a voz en grito».

 La tercera, que fue la vez en que tuve una más larga y quizás única conversación personal con él, es cuando me dio unas lecciones de educación sentimental acelerada para aprender a ligar. Yo era poco más que un chaval y «sufría» mucho. Les ahorraré detalles, pero me quedé con algo esencial. «El secreto es prestarles atención a lo que dicen, a lo que visten, a lo que les gusta. Esa, y no hay otra, es la llave: atenderlas. Porque no les suele atender de verdad, los hombres vamos a lo nuestro y somos así, ni Dios.»

 Fue para mí un privilegio el poco trato que tuve con él. Recuerdo a un hombre generoso, para nada engreído, risueño y cabal. Lo admiré por ello y por su devoción y dedicación a su trabajo y profesión. Me emocioné cuando nos contó que para recrear a Azarías y meterse en la persona y el papel del personaje delibiano de Los Santos Inocentes, se marchó a la Extremadura profunda y anduvo por las rañas y con los viejos pastores. Las ropas que luego vistió en el filme que les daría a él y a Alfredo Landa la Palma de Oro del Festival de Cannes como mejor actor, las copió de ellos. Y otra cosa le enseñaron. Que mearse las manos es cosa muy higiénica, saludable, buena para los sabañones y que las calienta en las mañanas heladas de la sierra en invierno. Por si alguno lo quiere probar.

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