Los datos indican que en la sucesión de crisis que se han vivido desde la irrupción de la pandemia seguida de la invasión de Ucrania por Rusia se ha derivado un frenazo de la actividad económica y un aumento de la inflación y en consecuencia una disminución de la capacidad adquisitiva de la mayor parte de la población, mientras que han crecido los beneficios empresariales, ha crecido el número de millonarios y los sueldos de los ejecutivos de las empresas no han hecho sino subir, mientras que la propuesta de un pacto de renta que llegó a proponer el Gobierno y que apoyaban los agentes sociales para repartir las cargas se ha quedado en nada.
A lo largo de estos años el Ejecutivo ha emprendido una senda de incrementar el gasto social que ha contribuido a que las consecuencias de las crisis enlazadas tuvieran un menor efecto en la ciudadanía con decisiones como la subida del salario mínimo, el incremento de las pensiones, la puesta en marcha del ingreso mínimo vital, exenciones del IVA y otra serie de medidas para compensar la subida de precios de bienes y servicios. Cierto que quizá no han llegado a quienes debían o con la rapidez necesaria y que la burocracia no ha ayudado a su materialización y que ese esfuerzo en el gasto público tendrá consecuencias que tarde o temprano habrá que abordar cuando los efectos de la guerra comiencen a moderarse.
Para hacer frente a ese incremento del gasto, el Gobierno ha establecido una serie de impuestos ad hoc que afectan a las compañías que se han beneficiado de una escalada de los precios sin hacer prácticamente nada, con "beneficios caídos del cielo" sobre los que se han impuesto los gravámenes con la consiguiente protesta de los sectores afectados y el recurso judicial para tratar de anularlos, con el argumento de que se deben a sus accionistas para los que trabajan. Pero que, en una situación provocada por un asunto exógeno como la guerra de Putin, los empresarios, sobre todos los grandes, no hayan tenido la menor sensibilidad para echar una mano y evitar ser señalados por el Gobierno, mientras incrementaban sus beneficios, dice mucho sobre su compromiso con el desarrollo social del país.
Que la ministra de Derechos Sociales y secretaria general de Podemos, Ione Belarra, haya identificado a un gran empresario como "capitalista despiadado" –por lo que fue llamada al orden por Nadia Calviño- ha motivado que la CEOE salga en defensa de sus empresarios y de su actividad recurriendo a la Constitución, que en su artículo 38, ampara la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado y exige a los poderes públicos la necesaria garantía y protección en su ejercicio, pero se han quedado a medias, porque el artículo continúa, "de acuerdo con las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación". Y los empresarios también hacen caso omiso del artículo 35 que establece que todos los españoles tienen derecho a "una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo". Algo que a la vista de la cada vez mayor cantidad de "trabajadores pobres" que no alcanzan a llegar al fin de mes con su sueldo tampoco se cumple.
Por supuesto, es necesario escapar de críticas y definiciones simplistas tanto a la hora de calificar la acción de los empresarios como las decisiones del gobierno que desde algunos sectores empresariales se empeñan en dibujar como bolivarianas, Y que los empresarios acepten negociar un pacto de rentas.