La pluma y la espada - Hernán Cortés

El gran conquistador que no había combatido jamás (I)


El ambicioso seductor extremeño fue un experto de la estrategia militar, don que le valió para liderar la ocupación del imperio azteca a principios del siglo XVI

Antonio Pérez Henares - 06/03/2023

La espada de Hernán Cortés es, desde luego, mucho más conocida que su pluma. Se sorprenderán quizás al saber que cuando partió desde Cuba, ya con 35 años cumplidos, hacia México, el que luego sería el gran conquistador del terrorífico imperio azteca, no había participado en ninguna batalla que mereciera tal nombre.

 Cortés fue un genio de la estrategia militar y un decisivo actor en los combates mas cruciales. Como en aquella desesperada victoria en su caballo Cordobés en la batalla de Otumba, en México, tras la derrota siete días antes en la conocida como la Noche Triste. Cercado por decenas de miles de furiosos guerreros mexicanos, no parecía destinado a aquellas empresas que le convirtieron en un referente mundial. Cuyo nombre, amén de todas las controversias, ha quedado inscrito en la historia de España, de América y del Mundo como uno de los más grandes conquistadores.

 Hasta entonces, Cortés apenas había blandido su espada ni enristrado su lanza, aunque según su soldado, Bernal Díaz del Castillo, era: «Buen jinete y diestro de todas las armas, así de a pie como a caballo, y sabía muy bien menearlas». Pero no estaba curtido en lides, sino en algunos alardes. Una pequeña escaramuza en la isla La Española y eso sí, varios duelos personales por asuntos de faldas. Que de esos en su juventud y ya no tan joven, tuvo bastantes. 

Hernán Cortés, el gran conquistador que no había combatido jamás (I)Hernán Cortés, el gran conquistador que no había combatido jamás (I) De hecho, la única herida sufrida y que le había dejado una marca en el labio inferior se la produjo un puntazo del acero de un marido enfadado. En tales pendencias si anduvo desde que muy joven. Con 14 años marchó a estudiar a Salamanca y allí pasó bastante tiempo donde no debió aprovechar demasiado los estudios. Que alcanzara a ser bachiller es más que dudoso, pero sin embargo aprendió latín, leyes y leyó algunos clásicos. 

En cualquier caso, su familia decidió su vuelta a Medellín (Badajoz), donde había nacido en 1485 en el seno de una familia hidalga con posibles. Sus padres eran don Martín Cortés y doña Catalina Pizarro Altamirano. Además, era pariente, aunque lejano, de otro gran conquistador, este del imperio inca, Francisco de Pizarro, con quien llegó a coincidir brevemente en la isla La Española. 

Luchas de amoríos

Decidido el camino de las armas, Cortés dudó entre marchar a las guerras de Italia y ponerse al servicio del Gran Capitán o partir para las Indias. La primera intentona se vino abajo de nuevo por un asunto de faldas. Iba a alistarse en la expedición de Nicolás de Ovando en 1502 que salía desde Sevilla, cuando días antes se puso a escalar la tapia de una recién casada para hablar con ella. La pared estaba perjudicada por las aguas de un reciente temporal y se le vino encima. Al ruido salió el marido dispuesto a darle una buena dosis de acero al jovenzuelo que estaba en el suelo y aturdido. Lo salvó la suegra que se lo impidió y así pudo escapar de la ira del ofendido. A resultas de ello quedó lastimado de una pierna y se perdió el viaje.

 Dos años después, en 1504, llegó a La Española. La primera entrada no le fue bien. Allí encontró algún acomodo y quehacer en virtud de sus estudios, pero anduvo en estrechez. Vivió en alquiler con otros dos en parecida situación económica, y como disponían de una sola capa, se tenían que turnar para salir. 

Hernán aprovechaba sus escapadas bastante bien. Pronto se vio envuelto en otro asunto amoroso con una mujer casada en la principal y popular calle de las Damas. Así llamada entonces y que aún pervive en Santo Domingo, República Dominicana. Fue sorprendido en la puerta por el marido y acabó a estocadas con él. Le infirió una herida que por fortuna no fue mortal. El hecho tuvo sus consecuencias. Pagó algunos dineros y volvió a España hasta que se calmara la situación. Regreso años después, pero en La Española ya no tenía mucho que hacer. Era el virrey Diego de Colón, amén de otros muchos como Ojeda, Ponce de León. Su primo Pizarro andaba por allí muy pegado al hijo del Almirante, Diego Velázquez de Cuéllar. Con él participó en alguna pequeña acción en el cacicazgo de Higüey, que le valió una pequeña recompensa en tierras, indios y un cargo de escribano en Azúa. Muy poco para su gran ambición. 

 Así que cuando a Velázquez se le encomendó la conquista de Cuba marchó con él. Pero no fue a peleas y campañas a lo que se dedicó. Esas fueron oficio del sobrino del gobernador, Pánfilo de Narváez, con quien luego habría de chocar, y que en ellas empleó en ocasiones una extrema violencia y crueldad. 

Bartolomé de las casas

Con él iba el historiador y reformador social Bartolomé de las Casas, a quien Cortés conoció ya allí. El que luego sería dominico y gran defensor de los indios, tan solo alcanzó a hacer algún reproche al ser testigo presencial de alguna atrocidad de Narváez, pero cargaría luego su pluma de adjetivos negativos contra Hernán Cortés.

A Pánfilo de Narváez sin embargo lo describe así: «Alto de cuerpo, algo rubio que tiraba a ser rojo, honrado, cuerdo, pero no muy prudente, de buena conversación y de buenas costumbres y también para pelear con los indios esforzado». A Cortés no le caía tan bien, pero el ojo le fallaba bastante en su apreciación. No era precisamente Pánfilo un líder militar, y cuando se las vio con Cortés acabó derrotado en un santiamén y con un ojo quebrado. Luego, cuando marchó a Florida con Álvar Núñez Cabeza de Vaca, fue un auténtico desastre y acabó por perder toda su expedición.

Alcalde de santiago

En Cuba, Narváez, sobrino predilecto de Velázquez iba a ser su rival, aunque tardarían cinco años casi en chocar. Cortés se dedicó a comerciar, hacer negocios, explotar encomiendas y criar ganados. Y le salió todo tan bien, que era el más rico de la isla. Llegó a ser alcalde de Santiago de Cuba y dueño de una hermosa mansión. Se casó, aunque no fuera de su gusto. Lo hizo por orden y amenaza de prisión tras haber seducido a Catalina Suárez, dama de compañía de la mujer de Narváez, que falleció. Narváez se lió luego con la hermana de la amante de Cortés. Pero se tuvo que casar. No le dio hijos y sí muchos disgustos. El colonizador, ya en la cima de la gloria, y no habiendo querido saber nada de ella desde que abandonó la isla, la señora murió. Años después se quiso acusar a Cortés de haber inducido su muerte. Aunque no hubo herida de por medio, se dijo que no había sido natural.

 La vida de Cortés en Cuba fue la de un refinado potentado. En una de las expediciones que realicé con De la Quadra por México tuve el privilegio y el honor de conocer a su mejor biógrafo, el catedrático e historiador mexicano, Juan Miralles, quien nos dio una lección magistral sobre él. Su retrato del personaje, comparando los testimonios de López de Gómara, De las Casas, Fernández de Oviedo y Díaz del Castillo, son la mejor y más documentada aproximación al espíritu, carácter, pasiones y metas del gran conquistador. 

 Al cabo de cinco años en Cuba, se había convertido en uno de los más ricos de la isla. «Y como cualquier banquero del renacimiento, muy emprendedor». Vestía como un príncipe, «era un elegante natural», con su jubón negro y dos medallas al cuello, una de la Virgen siempre y unas lazadas de oro. Era alcalde de la ciudad de Santiago, la más importante entonces, y a quien muchos acudían. Había ganado también fama de ser hombre de mucha inteligencia, buen consejo, mejores formas, y con la fortuna de cara, a cuyo arrimo se podían mejorar siempre. Además, era gran conversador, con fino sentido del humor, de habla fácil y elegante. Reposado en sus tonos, ordenaba con voz pausada y en tono bajo hacía a los otros callar y aguzar sus oídos para escucharlo. 

Era de buena estatura, bien proporcionado y nervudo. Ancho de pecho y espaldas, aunque algo estevado de piernas. La cara no muy alegre, pero ojos muy expresivos, aunque de mirar grave. Le fallaba la barba, que le raleaba un poco. 

Vena de poeta

No era dado a la bebida, ni a dar voces por ella como solían hacer los soldados. Aguaba el vino para que no le afectara. Era un apasionado del juego, tanto de naipes como de dados. Una querencia que le reportó ganancias. 

En cuanto a su afición a las letras señala su biógrafo Miralles: «Tenía vena de poeta y versificaba con facilidad. Aunque no tuviera un título universitario que exhibir, ... era hombre de gran cultura. Sus batallas las libró lo mismo con la espada que con la pluma».

 Él practicaba continuamente con las armas y con los caballos sin participar en ningún combate porque le gustaban mucho y era muy bueno. 

Su vida era ya la de un potentado y su rango el de un señor con el camino expedito hacia mayores poderes y cargos de mayor relumbrón. Tenía y poseía lo que todos ansiaban. Pero algo le rebullía y le escocía en su interior. Él no había venido a las Indias para eso. Le faltaba algo. Su desasosiego era cada vez mayor. 

a méxico. La ocasión se presentó y él, avisado y alerta, la aprovechó. Las expediciones de Hernández de Córdova y Grijalva a Yucatán habían regresado muy maltratadas. Habían dejado muchos muertos y sufrido cruentas derrotas, pero habían traído la noticia de grandes ciudades, de templos, de riquezas sin cuento y oro por doquier. 

Vlázquez entendió que no había tiempo que perder y se dispuso a enviar hacia allá una potente escuadra y un número suficiente de hombres de armas que pudieran avanzar por ella. Su sobrino Narváez hubiera sido el elegido, pero estaba en España y no había tiempo que perder. No está muy claro el porqué se decidió por Cortés, pero él aceptó de inmediato y se puso manos a la obra. Empeñó su fortuna, alistó a los mejores soldados, consiguió caballos y barcos. Cinco de los que partieron eran suyos. Velázquez quiso volverse atrás, pero era tarde, Cortés había zarpado ya.

 Dejaba atrás a su mujer Catalina sin el menor pesar, aunque según Juan Miralles si abandonó en la isla un gran amor, la «mujer que más quiso en su vida», cuyo nombre ha sido desconocido hasta hace poco. Se trata de una prima suya, una Pizarro, de nombre Leonor, con quien había tenido una hija, bautizada como Catalina Pizarro en 1515 en Santiago de Cuba. Pero tampoco ella iba a retenerlo allí. No tardaría mucho en encontrar a Malinche, que fue intérprete, consejera e intermediaria del protagonista de este artículo. 

 El potentado Hernán Cortés era ya historia, acababa de nacer el conquistador.