«He terminado siendo espiritualmente irlandesa»

ANGÉLICA GONZÁLEZ
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El 1 de mayo de 1998 Inés Praga fue la primera profesora de la entonces joven UBU en recibir un doctorado honoris causa por una universidad extranjera, la Nacional de Irlanda. Casi 25 años después y ya jubilada lo recuerda con enorme pasión

Inés Praga, con una pequeñísima parte de toda la bibliografía -propia y ajena- que tiene sobre Irlanda. - Foto: Alberto Rodrigo

Lo de Inés Praga con Irlanda fue «un flechazo casual» -como lo llama ella- que terminó en una boda por todo lo alto: por primera vez en la historia de la, entonces joven, Universidad de Burgos (UBU) uno de sus docentes era nombrado doctora honoris causa por una institución académica extranjera, en este caso la Universidad Nacional de Irlanda. Aquel evento ocurrido en Cork, «una ceremonia preciosa, con partes en latín y una austera solemnidad», tuvo lugar el 1 de mayo de 1998 -en unos meses se cumplirá un cuarto de siglo- pero la magnífica noticia la recibió la catedrática de Filología Inglesa el año anterior y todo ocurrió, recuerda, «como en un cuento de Alice Munro». Con Inés Praga todo es literatura, todo es belleza.  

Rememora cada detalle de aquel momento con una precisión maravillosa. «Estaba yo un día de noviembre, probablemente gris, en la Facultad de Humanidades cuando llega un mensajero que dice que tiene que entregarme un paquete en mano. Tan seria era la cosa -me di cuenta enseguida de que aquello venía de Cork- que por un momento pensé que era un problema que alguno de mis alumnos había tenido allí. Lo abro y me encuentro con un papel de mucha calidad en el que ponía que la Universidad de Cork me había propuesto como doctora honoris causa en Literatura y que así lo había aceptado la Universidad Nacional de Irlanda, cuyo canciller, Garret Fitgerald, un señor imponente, me escribía para anunciarme la noticia. Como no acaba de procesarlo,  salí al pasillo, donde me encontré con Federico Sanz. Le grité y le dije 'ven a mi despacho, mira lo que me ha pasado'. Nunca he sentido un compañero tan cálido a mi alrededor: se lo enseño, lo lee y me dice 'Inés, yo creo que te han nombrado doctora honoris causa'».

Y tanto que le habían nombrado. Aquello -evoca- le desbordó y le impresionó de tal manera que a día de hoy confiesa que sigue preguntándose que por qué a ella. La respuesta hay que encontrarla en el primer párrafo: el mutuo amor a primera vista entre Inés Praga e Irlanda, que tuvo un inicio que daría también, como mínimo, para una novela. Su protagonista se llamaba Dermot McDermot, un irlandés «de una belleza extraordinaria y con el refinamiento tan propio de la cultura gaélica», soltero y  profesor del departamento de Filología Inglesa -al que pertenecía Praga- del Colegio Universitario Integrado (CUA), el estadío anterior a la UBU. Un día, de repente, McDermot se murió. 

1/5/1998. Praga, ataviada como manda el protocolo de la universidad irlandesa, sonríe tras recibir tan alto honor académico. 1/5/1998. Praga, ataviada como manda el protocolo de la universidad irlandesa, sonríe tras recibir tan alto honor académico. - Foto: Alberto Rodrigo

Inés pensó que lo suyo era ponerse en contacto con la familia y, en una época sin internet (eran mediados de los 80 del siglo pasado),  le pareció lo más apropiado acercarse hasta su pueblo. «Así que me fui a Irlanda, que entonces era el fin del mundo, un país que casi no existía para los estudiosos del inglés -vergüenza nos tendría que haber dado- a hablar con sus parientes y, de paso, a ver cómo era aquello.

Aterricé allí, llegue a Fermoy, un pueblo muy pequeño del sur, humilde, pobre y maravilloso donde todo el mundo se interesó por 'la señora extranjera' que era yo y me invitaban a tazas de té. Aproveché para ir a conocer la Universidad de Cork y en la cola de la cafetería oí hablar en castellano a un personaje, que luego sería muy entrañable para mí, Terence Folley, catedrático de Español, y fui a saludar y a presentarme. El recibimiento que me hizo fue maravilloso y me llevó a su departamento en loor de multitudes», recuerda con los ojos brillantes. A partir de entonces ya nada sería igual.

Comenzó, pues, una relación no solo profesional entre las universidades de Burgos y Cork con los primeros Erasmus, lectores en uno y otro lugar y estancias de docentes, sino también personal, «de vida y de celebración, los irlandeses son, en ese sentido, muy parecidos a nosotros», con Folley -ya fallecido- y con Terence O'Reilly, ahora gravemente enfermo, con cuyas familias Praga mantiene aún un entrañable contacto: «Ha sido lo más rico de mi vida tanto desde el punto de vista humano y académico. Folley y O'Reilly vinieron tanto por aquí que acabaron siendo espiritualmente burgaleses igual que yo he terminado siendo espiritualmente irlandesa». Porque se le abrió un mundo hasta entonces poco explorado en la universidad española: la literatura, sobre todo la poesía, irlandesa.  

«Ellos tienen un canon literario deslumbrante pero entonces no  había establecida una línea temporal -como aquí era la Generación del 98, la del 27, la del 50...- lo que tenían era una diáspora de genios, todos usurpados por la pérfida Albión», cuenta, con una sonrisa. Así que esta asturiana, de Sama de Langreo, burgalesa de adopción y de corazón,  inició un ímprobo trabajo que concluyó con la composición, como ella misma explica, de un canon propio que «reivindica, ordena, valora, interpreta y concluye la poesía irlandesa». Su principal obra, Una belleza terrible. La poesía irlandesa contemporánea (1940-1995) es el resultado de esa exhaustiva investigación.

«Yo partí de la gran, gran rivalidad entre dos autores imprescindibles de aquel país: William Butler Yeats y James Joyce, esa la clave, las dos Irlandas que defendieron. El primero, un protestante muy listo y un poeta colosal, dice que es un país verde, maravilloso, de jóvenes vírgenes y muchachas recatadas, de mansiones preciosas y pasado heróico, mientras que Joyce, católico de clase media que habla gaélico, opone la Irlanda de los peniques y las oraciones, gris, pobre, sin ninguna Arcadia, el Dublín sucio, el país sin ilusiones y con una iglesia católica asquerosa hasta el punto de decir 'Yo no sirvo aquí, me voy, os quedáis con el nacionalismo y los curas'», señala. 

Todavía parece disfrutar cuando se ve a ella misma hace más de 30 años husmeando en las bibliotecas, perdiéndose entre papeles y sintiendo el corazón acelerado cuando daba con un hallazgo significativo «como les pasa a todas las investigadoras que disfrutan haciendo su trabajo: no fui la primera en hacer un canon, ¡no, por Dios, ni que fuera un genio! pero sí establecí uno, el mío, hecho con mucho trabajo de años y años». 

La última vez que visitó aquel país fue en diciembre de 2019 y tiene previsto volver la próxima primavera: «Allí me quedan los hijos de los amigos porque cuando se quieren los padres se suelen querer los hijos pero, sobre todo, me queda la memoria. De Irlanda aprendí muchas cosas pero la más importante es considerar cualquier lugar como sagrado y hacer una lectura sacramental del mismo. Mi recorrido del país y de Cork, como me enseñaron a mirarlos, no tiene nada que ver como he vivido Burgos, al que amo con todo mi corazón, pero esa mirada el español no la tiene: considerar el paisaje y el lugar como una conquista, como una pertenencia».