Los veranos del incendio

I.M.L.
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No todo han sido éxitos de taquilla, en estos 25 años el festival ha estado en la cuerda floja varias veces y ha logrado remontar el vuelo siempre con más fuerza

El incendio del almacén de la infraestructura del festival fue un mazazo económico y emocional. - Foto: Patricia

Cuando una historia nace para enmendar un problema, sus cimientos se anclan más fuerte en la tierra y es más difícil reducirla a cenizas. Eso es lo que caracteriza a Sonorama Ribera, que suma en su mochila un puñado de veranos del incendio en los que todo estuvo a punto de arder, de marcharse al garete, de desaparecer, pero llegó una inundación en forma de arrojo de los promotores y apoyo del público incondicional. Los sonorámicos de la nueva generación se desgañitan en la Plaza del Trigo y acumulan momentos inolvidables en los conciertos nocturnos, en un festival que tiene hasta un Premio Ondas, ahí es nada, pero no han vivido aquellos años en los que la zozobra dejaba sin dormir, sin solución, a sus organizadores.

En el origen de esta maravillosa locura está el intento desesperado de salvar una tienda de discos con cuentas deficitarias, una idea algo salvaje que abrazaron con entusiasmo los amigos de Javier Ajenjo y Susana Vicario, acudiendo a su llamada para levantar lo que pensaban que era una buena solución, sumándose a la moda de los festivales nacionales, con su «calor de garrafón». Esos fueron los preliminares que, para alivio de ellos, disfrute de los amantes de la música en directo y balón de oxígeno para la economía de la zona, no acabaron en autodestrucción.

Pronto empezaron a enarbolar la bandera de «conquistar la ciudad con la imaginación» y metieron en un cajón las grandes piedras que se fueron encontrando en el camino en estos 25 años, que no han sido pocas. Cuando sólo sumaban cinco ediciones, apareció el primer gran obstáculo, un enorme muro construido con los ladrillos de una mala situación económica y una falta de apoyos (que se arrastrará de forma endémica) que a punto estuvo de obligar a la organización a tirar la toalla y a abandonar este sueño de acercar el panorama musical más puntero a un pueblo de Castilla.

Pero como no saben decir que no, dieron un paso al frente y quedaron atrapados en el centro, porque decidieron trasladar el festival del campo de fútbol Virgen de las Viñas que habían ocupado ya en las tres ediciones anteriores a dos plazas del casco histórico de Aranda de Duero, reducir el cartel de dos a un único día y todo gratuito, renunciando a que la taquilla les aportase un soplo de aire fresco con tal de que la música siguiese sonando. Una suspensión en aquel momento podría haber supuesto la desaparición de Sonorama, como les pasó a tantos festivales que nacieron en esos años.

Ya tenían cartel, con nombres como La Buena Vida, Los Deltonos, Maga, La Excepción o Second, que aún eran unos desconocidos pero que se convirtieron en el principal reclamo de lo que iba a ser un día entero dedicado a la música. La fecha marcada en el calendario fue el 23 de agosto y, con todo lanzado, llegó una última reactivación del incendio doce días antes. El Ayuntamiento les pedía una fianza por utilizar las plazas para sus escenarios, la del Rollo y la de la Ribera, después de que no pudiesen elegir la de los Tercios, por su cercanía a la iglesia de Santa María, y por lo que perdieron una ayuda de 1.500 euros que aportaba un hostelero para financiar el festival que, teniendo en cuenta que manejaba entonces un presupuesto de 50.000 euros, era una cantidad nada desdeñable. In extremis, las negociaciones con la entidad municipal llegaron al entendimiento: no les cobrarían la fianza, que les habría supuesto no poder pagar el caché de las bandas con antelación, y se la descontarían de la subvención que aportaban las arcas municipales, 15.000 euros.

 Fueron momentos de esperar, respirar y darse cuenta de que podían seguir luchando por su bandera, pero que la imaginación no era arma suficiente para conquistar nada, que si querían seguir sumando acólitos a su ejército musical tenían que contar con un fuerte parapeto económico. El vil, pero imprescindible, parné volvería a ser un nubarrón que no acababa de disiparse en el escenario. En 2006 se logró reunir a 15.000 asistentes en el estreno del recinto ferial como escenario principal, que pisaron Iván Ferreiro, Nacho Vegas, Dorian o Lori Meyers como máximo exponentes del indie nacional.

Pero las cuentas no salían. Era octubre y la Junta de Castilla y León aún no había aportado la subvención de 54.000 euros comprometida. Una situación que se traducía en que la organización tenía una deuda de 60.000 euros antes de empezar a preparar la siguiente edición. «No vemos el décimo Sonorama», lamentaban sin ambages desde Art de Troya, porque si pagaban todas las facturas pendientes, la asociación entraría en déficit para empezar a organizar la décima edición del festival, por lo que aseguraban estar «peor que cuando empezamos con esta aventura». «Si a nadie en Aranda, menos a los que somos de la asociación, le importa esto, no merece la pena, habrá que irse a Valladolid, a Burgos, a otra ciudad donde la gente se implique. Necesitamos el apoyo de instituciones privadas o públicas que nos echen una mano». Esta afirmación la realizaban sin ánimo de amenazar, pero sí como advertencia de lo que podría pasar.

Ese incendio de 2006 se solventó, no sin esfuerzo, y esta locura musical pudo seguir adelante, sin que el nubarrón de las penurias económicas se deshiciese en el horizonte. Pero el corazón de Art de Troya está hecho de una pasta especial. Ya lo decía su presidente en 2004, Javier del Pozo: «Lo nuestro más que perseverancia es obsesión. Nos estrellamos una vez y volvemos al año siguiente e intentamos aprender de los errores del año pasado, y unas veces lo conseguimos y otras no. Pero lo nuestro es cabezonería».

Esa filosofía de la organización les sirvió para no darse por vencidos cuando, mientras el festival crecía de manera exponencial, el apoyo institucional vivía un letargo que mantenía hibernando la aportación económica que recibían. A partir de 2011, la petición de más ayudas de los organismos públicos fue un mantra muy repetido, y que aún sigue vigente. Inmersos en la organización de la cita de 2012, las cifras justificaban esta llamada de auxilio. Un presupuesto de un millón de euros, una repercusión en los medios de comunicación superior a los dos millones, un gasto estimado de los asistentes al festival en establecimientos hosteleros, supermercados y todo tipo de comercios de 1,4 millones -a razón de 35 euros al día por cada uno de los 10.000 festivaleros en las cuatro jornadas de duración-, 126.000 euros de gasto en actividades gratuitas. Frente a esto, para cubrir el presupuesto la organización recibía una ayuda que ronda los 42.000 euros del Ayuntamiento de Aranda y 25.000 euros de la Junta de Castilla y León. «Si ponemos las dos subvenciones juntas, no llegamos ni a la mitad de lo que el año pasado invertimos en Aranda en actividades gratuitas», explicaba entonces Juan Carlos de la Fuente, responsable de producción de Sonorama Ribera, porque las ayudas públicas y los patrocinios locales y regionales no superaban el 8% del presupuesto.

Esta reclamación se repitió de forma reiterada en las siguientes ediciones, mientras las cifras crecían y crecían, pero más las de la organización que las de las aportaciones públicas y privadas. Para este 25 aniversario, el presupuesto llega ya a 4 millones de euros, un 25% más que en 2019, anterior edición prepandemia y con normalidad. El aforo previsto alcanza ya, como mínimo, las 25.000 personas por día y la repercusión mediática podría superar los 11 millones de euros.

Unos guarismos que ya barajaba la organización cuando se desató un incendio real cuyas consecuencias repercuten hasta este verano de 25 aniversario. En noviembre de 2021 se incendiaba la nave en la que Art de Troya guardaba gran parte de la infraestructura necesaria para levantar el festival. «Hay desde sillas, mesas, sombrillas, a material eléctrico para montajes, lonas, carpas, vasos de plástico, el material de los camerinos, incluso los colchones que se usaron en el hospital de campaña...», enumeró Juan Carlos de la Fuente, coordinador de Sonorama Ribera a las puertas de ese almacén, en el que dormía el dios Baco, la gran cabeza que observaba a los sonorámicos desde el escenario principal. 

Pero ahora, y como siempre, Baco emulará al ave fénix para resurgir de esas cenizas reales esta vez, figuradas en tantas otras ediciones anteriores, para que lo que el fuego devoró sea lo mejor y lo peor al mismo tiempo. Las lucecitas de los escenarios serán el remedio y, cuando la música empiece de nuevo a sonar, muchos recordarán aquellos veranos del incendio, metafórico o verídico, a los que canta Luis Brea, y agradecerán que ellos, Art de Troya, la organización de Sonorama Ribera, nunca dijesen que no.