«Yo tenía metido en la cabeza el queso que hacían mi madre y mi abuela y que comí hasta que tenía 14 ó 15 años. Entonces, un poco por nostalgia y un poco por glotonería, dije que me lo iba a hacer». Ese fue el arranque del que se ha considerado mejor queso del mundo y que, más de dos décadas después de que dejara de producirse tal y como fue concebido, el libro escrito por un periodista neoyorkino, Michael Paterniti, The telling room, ha vuelto a poner plenamente de actualidad.
Pero esta historia tiene un claro protagonista y un momento de arranque. Se trata de Ambrosio Molinos, actual alcalde de la pequeña localidad ribereña de Guzmán, pedanía de Pedrosa de Duero, autor de la sentencia con la que se inicia este reportaje, quien a mediados de la década de los 80 del siglo pasado decidió emprender toda una aventura gastronómica y recuperar los sabores, los aromas y las texturas del queso que había disfrutado en su infancia y que, ya adulto, no era capaz de encontrar en ningún lugar.
Su planteamiento fue claro, aprovechar los recursos propios, aquellos de los que conocía todo el proceso, para garantizarse un origen natural. «Yo lo que quería era tenerlo todo controlado», señala Ambrosio, rememorando los actuales sistemas de trazabilidad que en aquella época apenas se conocían. Partió de su propio rebaño de ovejas, a las que alimentaba con el cereal que él mismo cultivaba en las tierras de su entorno, la leche, en lugar de venderla, la transformaba, elaboraba los quesos, con cuajo natural, en una pequeña nave existente frente a la casa en la que nació y los curaba en la bodega que posee en el mismo pueblo.
Lo que arrancó tímidamente, transformando la mitad de la leche que le daba su rebaño, fue poco a poco creciendo. Las primeras 150 cabezas de ganado pronto se convirtieron en 500, la nave creció para poder acoger hasta a 1.200, empezó a trabajar con otros ganaderos de la zona, a los que sometía a su propio programa sanitario, que le suministraban la leche y el producto fue un queso que él mismo califica como «cojonudo». «Si tú pones buena materia prima, mucha limpieza, higiene y honradez, tienes los tres pilares de un gran producto. No hace falta más», resume su estrategia empresarial, incidiendo en que de todo lo demás, se encarga la naturaleza y Dios, «que es el que mejor lo sabe hacer».
Paralelamente, quien iba probando su queso se convertía en involuntario pregonero de sus excelencias y gracias al boca a boca iba surgiendo y acrecentándose la demanda del queso. Había nacido Explotación Ganadera e Industrial de Guzmán (Egigusa), su empresa, y Páramo de Guzmán, el producto que en apenas un lustro logró atravesar fronteras y convertirse en objeto de deseo en las mejores casas y establecimientos gourmet del mundo.
Su origen burgalés hizo que fuera la capital la primera en poder disfrutar de esta excelencia. Recuerda Ambrosio Molinos cómo reputados empresarios locales con los que aún mantiene el contacto, como Antonio Cuadrado, Luis Carcedo, o Santi Cuevas, empezaron a pedir que les sirviera su género. De ahí, el salto a Madrid, Barcelona, Bilbao… su presencia en establecimientos como Mantequerías Bravo y Mantequerías Leonesas, Mallorca, El Rincón del Gourmet de El Corte Inglés, Embassy,… «Aquello se puso de moda. Todo el mundo lo quería», asiente.
Llegó a ser proveedor de la Casa Real y comenzó a trabajar fuera de las fronteras españolas. «En Londres, cada vez que iba a Harrods, tenían que avisar al jefe de compras que me recibía y me llevaba orgulloso a la sección de quesos y en un sitio privilegiado estaba el mío. Eso da mucha satisfacción, un orgullo tremendo», recuerda.
Supo que su queso llegaba a las mesas de Buckinham Palace e, incluso, gracias a la fiesta que dio un español universal establecido en Estados Unidos, lo llegó a probar el presidente Ronald Reagan, a quien desde entonces tenía que hacerle llegar varias unidades vía valija diplomática ya que estaba prohibida la importación de productos alimentarios en el país.
UN SUEÑO ROTO
Sin embargo, el sueño se rompió en apenas ocho años, «al intentar crecer por la vía de aumentar volumen en lugar de, como otras empresas, mejorar la calidad». Sus planes de ampliación le hicieron buscar otros socios en el negocio que, a través de extrañas maniobras financieras le hicieron perder no solo la fábrica, sino incluso el nombre del producto, y apartándole por completo de la producción quesera. Corría el año 1992.
Una década más tarde, la sorpresa llegó cuando recibió una llamada desde EEUU, de un periodista del New York Times interesándose por una historia que aún no tenía cerrada del todo, ya que seguía peleando por que los tribunales reconocieran que le habían arrebatado su negocio. Tal vez por eso, su reacción fue hacerle caso omiso. Sin embargo, lejos de amilanarse, este plumilla, Michael Paterniti, viajó hasta el corazón de la Ribera para hablar directamente con él, sentando las bases de una amistad que aún hoy permanece.
A la primera visita le siguió una segunda en la que Ambrosio le hizo entrega de la llave de su bodega -el contador que llaman en Guzmán, en cuyo origen se mezclan las tardes de merienda contando historias y las cuentas monetarias a la hora de pagar el vino que en ella se guardaba y se consumía- para que pudiera trabajar allí y a ellas, varias más. Por la bodega fueron pasando vecinos de la localidad, contándole las historias que, con el paso del tiempo, se convirtieron en The telling room, el libro que se ha convertido en todo un superventas en la Gran Manzana y que ha servido para trasladar un poco del estilo de vida ribereño al american way of life y que ha logrado situar a Guzmán en el objetivo de los americanos.