Agua y roca para surcar caminos en el aire

J.Á.G.
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Las cascadas de la Yeguamea, la fuente de Manapites, el pozo de los Aceites y el del Corral son algunas de las surgencias que hacen de este singular paraje cita obligada, eso sí en época de abundantes lluvias o deshielos

Agua y roca para surcar caminos en el aire

El geoparque de las Loras tiene una veintena de cascadas y saltos de agua, a cual más bonito, pero la palma se la lleva, sin duda, la Yeguamea, una vertical surgencia que brota de la ladera meridional de los cerros de La Lorilla y cae a plomo, con todo su peso, sonoridad y belleza. Aunque todo ello depende de la pluviometría y de las nieves. En estas fuentes, que aportan su caudal al Odra - el río que nos lleva no nace aquí sino en la fuente de la Magdalena, en Rebolledo Traspeña- se inicia una corta pero bella ruta en medio de un paisaje geológico que es, sin duda, impactante. Estamos en territorio del Cretácico, sobre rocas que se formaron hace entre 100 y 65 millones de años, y ante una intensa erosión kárstica, que no ha cesado de horadar la roca, de esculpirla y modelarla en un proceso tectónico que ha conformado una sucesión de altas muelas, pliegues, cortados fallas y cabalgamientos. Entre medias se suceden frondosos valles. Cualquier recorrido por estas tierras de Amaya es una auténtica lección de geología, por eso nada mejor que hacerlo con Nicolás Gallego, geólogo y miembro la Asociación para la Reserva Geológica de Las Loras (Argeol).

Siguiendo la estela del salto del Nervión o de las cascadas de Orbaneja del Castillo, La Mea, Neila, Irus o las Pisas, entre otras muchas que atesora esta provincia, Fuenteodra se suma con este espectacular maridaje entre roca y agua que es la Yeguamea. Este espacio natural, que es además Zona de Especial Protección para las Aves (ZEPA) Humada-Peña Amaya, se ha convertido en potente atractivo turístico. Cientos de visitantes, especialmente los fines de semana, acuden para disfrutar de este idílico entorno. En torno a ese anfiteatro calcáreo de La Lorilla una sucesión de surgencias originan no solo cascadas sino también, rápidos, ollas o marmitas de singular belleza. Esa red de subterráneas interconexiones de la capa freática no siempre garantiza el agua necesaria para el rebosamiento y posterior caída. Todo depende mucho de la pluviometría, de las nieves y deshielos. Por eso se aconseja realizar esta ruta en invierno o principios de primavera, para disfrutar de todo su esplendor y encanto. Ese carácter intermitente en los saltos es ciertamente un hándicap, pero no un impedimiento para hacer una escapada por estos parajes loriegos, llenos hermosura tallada en piedra, de verdes prados, de silencio, que invitan al paseo pausado y al relajamiento, huyendo del mundanal ruido y de esos 'confinamientos' pandémicos.

Puede hacerse la ruta desde el mismo pueblo, pero poco antes de llegar a Fuenteodra, una pedanía de Humada, desde la misma carretera -a la derecha-, se divisa, sobre los pétreos farallones de La Lorilla, la cascada de la Yeguamea, un nombre que sin duda le va como anillo al dedo y es que la toponimia popular -especialmente en tierra de tradición ganadera- nunca se equivoca. Solo que en este caso la micción no es de una yegua sino de la propia piedra. El camino de concentración parcelaria, que discurre paralelo a una nave ganadera, permite acceder a las inmediaciones del salto en coche, pero casi mejor hacerlo a pie. A la izquierda, el río Odra discurre plácido o impetuoso, según caudal. Vista a lo alto, y oído. Los dos sentidos ayudan a disfrutar del chorro de agua -hemos tenido suerte- que brota de la roca.

Agua y roca para surcar caminos en el aireAgua y roca para surcar caminos en el aire

Es como si Moisés la hubiera tocado con su cayado. A su lado, dos surgencias menores -El Potrillo y la Potrilla- también arrojan agua al lecho del río. Descender a la base de la Yeguamea tiene su complicación, pero con buen calzado y precaución no hay problema. Para seguir la ruta y disfrutar de la belleza del salto, aunque nos mojemos algo, nada mejor que pasar por debajo de ella, pegados a la roca y saltando de piedra en piedra para salvar el paso de la poza. Una experiencia singular, también por ese sonido del agua, que ciertamente embelesa.

Por un empinado corte natural, por el que hay que ascender con cuidado -especialmente en días de lluvia, nieve y hielo- y que sube a La Lorilla, se llega a la surgencia de Manapites, es la principal de este singular sistema hídrico, que presenta por el camino algunos hilos de agua que salen de la esponjosa montaña y que son fáciles de sortear. No hay perdida porque la fuente está -como el resto de puntos de interés- perfectamente señalizada. Es lo que tiene ser geoparque mundial. El término Manapites tiene su historia y su por qué. Cuenta Nicolás Gallego que la fuerza del agua con la que mana la fuente saliendo a borbotones -parece una auténtica olla exprés cociendo garbanzos- mueve, desgasta y pule las pequeñas piedras que caen en ella, transformándolas en pequeños cantos rodados. Cuando se secaba la fuente, muchos vecinos cogían esas redondas piedrecitas, muy finas y bruñidas para jugar al mus. Eran los pites, como se les conocen por estos lares a los amarracos. Claro que no eran pocos los artesanos que también ser acercaban a por ellos, especialmente alfareros, ya que los usaban para pulir algunas piezas. Debajo de Manapites, vemos cómo el agua se precipita y cae en el pozo de la Olla, con formas típicas de la erosión producida por el roce de las piedras. Hay que asomarse a los cantiles con cuidado. La altura impresiona.

Con el Odra discurriendo por las boscosas y cerradas bajuras, la ruta sigue con parada obliga en el pozo de los Aceites y de nuevo el nombre tiene una razón y no es otra que ese color aceitoso del fondo del agua, que cae por precipitación desde una pequeña cascada. Un enorme tronco de chopo, que habitualmente está a ras de agua en la poza, no está en su sitio, ha sido desplazado por la fuerza de la corriente tras las últimas lluvias y el deshielo. La marmita de los gigantes también tiene su aquel. Más adelante, hay que poner atención, porque arriba, en el río, si se agudiza la vista, sobre la rocas del lecho hay unas oquedades que se asemejan a las huellas equinas y es que, según una leyenda popular, el apóstol Santiago pasó a caballo por aquí y además dejó, sobre piedra también, la huella de su cayado. Con el, relatan también, acabó con una enorme boa que habitaba en otro de los pozos, el del Corral.

A la izquierda queda el camino agrícola por el que se puede regresar a pie a Fuenteodra -dista kilómetro y medio- dando un traquilo paseo, pero la ruta de la Yeguamea no se ha acabado. Aguas arriba del Odra hay una bifurcación. La zurda apenas si lleva agua, cuenta Nicolás, más allá de las épocas de grandes crecidas, pero subiendo por la ladera se accede a la zona de la chopera y al pozo del Corral, cuyas aguas andaban un tanto mermadas por la bajada en los aportes del acuífero y por las captaciones de agua para consumo de los vecinos de Fuenteodra. Los pastores, según cuentan, buscaban en el abrigo calcáreo protección para su ovejas.

Pequeñas cascadas, regatos y algunas pozas se suceden, también esos farallones en los que se han detectados grandes depósitos de rudistas -moluscos bivalvos- y otros fósiles marinos incrustados en piedra. Revelan que estos fueron fondos marinos cretácicos, pero ahora son tierra firme, embellecida por esas loras que se vislumbran en la lontananza, como los nevados picos de la Montaña palentina, casi tocando el cielo. Estas peñas son otro potente talismán para regresar al valle de Humada y a estas tierras de Amaya, donde geología, naturaleza y arte se funden en un bello escaparate turístico.

*Este reportaje se publicó en el suplemento Maneras de Vivir del 6 de marzo de 2021.