El relevo generacional pende del árbol en Caderechas

S.F.L.
-

Los productores que continúan con el mantenimiento de las fincas de cerezos y manzanos en Caderechas, heredadas en su mayoría de familiares, tienen serias dudas sobre su futuro

El relevo generacional pende del árbol en Caderechas - Foto: S.F.L.

El sector frutícola en el Valle de Caderechas se encuentra de capa caída. Cada vez son menos los interesados en mantener las fincas y los arboles que antaño trabajaron sus abuelos y padres. El saldo: un progresivo abandono de las superficies de cultivo que pone en serio peligro la continuidad de la actividad en la zona debido a la falta de relevo generacional en el campo. 

Pese a que el mundo rural -como ya ocurrió en el 2008- se ha vuelto a convertir en el refugio de miles de trabajadores expulsados de otros sectores a raíz del desempleo galopante en tiempos de pandemia, el retorno al pueblo y el desembarco en la profesión frutícola suponen un desafío solo asumible para unos pocos elegidos. La falta de cultura agrícola, la farragosa burocracia que acompaña la puesta en marcha de la actividad en territorio rural y la falta de asesoramiento especializado, son otros factores que abruman el empeño de los nuevos productores a la hora de desembarcar en un negocio tradicionalmente marcado por la dureza, la impopularidad y la incertidumbre. 

El casi desaparecido relevo generacional en Caderechas deberá de pasar en los próximos años, sí o sí, por la asunción de un nuevo paradigma tecnológico que ayude a empoderar a los más valientes en una fruticultura más sostenible, rentable y eficiente. «También  a favorecer la percepción de la agricultura como una actividad viable llena de oportunidades para el emprendimiento y la implantación de modelos diferentes de gestión», declara un interesado en adquirir fincas y dedicarse a la fruta.  

No obstante, los pocos que conservan los terrenos que un día fueron de sus antepasados comparten una misma opinión. Todos ellos aseguran que continúan trabajando el campo por no perder la ilusión con la que cuidaban de sus árboles abuelos, padres, tíos, hermanos...  Reiteran que tal y como están las condiciones «la rentabilidad es prácticamente nula y, en caso de que pegué una buena helada y arrase con la producción, perdemos mucho dinero. Nuestra fruta casi va de regalo en un plástico o envase», aclara uno de los productores.

Sin duda, el sector no pasa su mejor momento. Los años serán quienes determinen su futuro.


Daniel, Trinidad e Irene Martínez, Río Quintanilla«Somos la quinta generación de productores»
Los hermanos Martínez tienen casi que pedir vez para no solaparse mientras rememoran las anécdotas vividas en las fincas desde que eran bebés. «Porque por aquel entonces la madre daba a luz y a los días ya estaba en el campo faenando. Eran unas heroínas», explica Trini, una de las hijas que permaneció en Río Quintanilla, su localidad natal. Junto a su hermano Daniel ha continuado con el legado de sus progenitores, manteniendo los cerezos que hace «muchos, muchos años plantaron sus bisabuelos, abuelos y padres. Somos la quinta generación que de productores, pero me da la sensación que aquí se acaba», expresa con gracia.
Los años pasan y el esfuerzo que compromete trabajar los terrenos pasa ya mella. «Yo estaría muy bien dos semanas en julio en Benidorm, pero ir con mi marido me agota. Los primeros días todo va sobre ruedas pero según pasa el tiempo se aburre de todo y me aburre a mí. Así que mejor estoy en Río a mi aire», deja bien claro Trini. Irene y Daniel no pueden evitar reírse a carcajada limpia, mientras aparece de fondo el ‘susodicho’ al que acaban de ‘hacer un buen traje’. Emociona ver como se entienden los tres y el respeto que se muestran. 
Irene reside en Girona, pero la pandemia la trajo de vuelta al pueblo que la vio nacer. Se está construyendo una casa porque a partir de ahora pasará más momentos allí. Este año también recogerá cerezas y la ilusión se ha apoderado de su ser. «Me trae tan buenos recuerdos. Hemos pasado muchas horas entre estos árboles disfrutando como locos. No necesitábamos nada para estar felices, más que cuatro palos y tierra. Nuestra infancia nada tuvo que ver con la de hoy en día, es todo muy diferente y bonito a partes iguales», testifica. 
Daniel, el ‘pequeño de la casa’, las tiene en ‘palmitas’. Las lleva a las fincas, las lleva de vuelta a sus casas, las provoca y estalla la alegría. Entre las historietas sale a la luz uno de los momentos más significativos que el hombre recuerda. Su primera finca se la compró a un sastre con tan solo 15 años por 1.700 pesetas. «No había más que zarzas pero con mi santa paciencia la limpié y planté los cerezos. Luego me marché a Bilbao a trabajar pero aquí sigue todo tal cual», declara. 
Los chascarrillos no cesan y entre uno y otro nombran en varias ocasiones a Daniel y Florentina, aquellos que les dieron la vida y que tanto amor les entregaron. «Los pobrecitos se pasaban de sol a sol recogiendo fruta. En aquellos años no existían los avances de ahora y subían a los altos en burros y machos. Era muy pequeñita pero nunca olvidaré que el cansancio me pasó factura y me quedé dormida encima de uno de los animales. Mi padre llevaba tiempo llamándome, pero claro, yo no contestaba», rememora Trini. Tiempos muy felices que continúan y fincas que perduran con el paso del tiempo. ¿Qué las deparará el destino?


Daniel Gandía, Salas de Bureba: «Trabajar con frutales implica gran dedicación»
Juventud e inexperiencia no van de la mano en el caso de Daniel Gandía, que a sus 24 años conoce como pocos el mundo de la fruta. Natural de Salas de Bureba, aunque ahora reside en Burgos -solo de lunes a viernes- por motivos laborales, este jovencito se ha criado literalmente entre cerezos. Cuando aun no levantaba un palmo del suelo recuerda que jugaban con los tractores en la arena de las fincas, mientras sus padres y el resto de familiares «echaban horas y horas en la huerta». Ya con diez comenzó a llenar poco a poco de cerezas los calderos y cada año se superaba. 

El amor al campo que su abuelo Andrés y su padre Juan José (presidente de la Asociación de Productores y Comerciantes del Valle de Las Caderechas) le han transmito impulsó al salense a decantarse por estudiar una ingeniería agrícola. Al poco de finalizar sus estudios universitarios encontró trabajo, el perfecto para poder continuar realizando lo que más le gusta: cuidar de sus frutales en compañía de su progenitor.

Daniel es un ‘chaval’ muy vinculado a su pueblo, a su maquinaria y en definitiva a su árboles. Los veranos no se va de vacaciones a la playa con el resto de su cuadrilla de amigos. Él disfruta de sus días libres de una manera diferente, la que quiere. En junio, julio y agosto es cuando más trabajo hay y su función es fundamental. «Estoy acostumbrado a pasar en Salas los veranos y trabajar. No me importa. Ya habrá otras fechas para viajar», manifiesta.

Para gestionar diez hectáreas de cerezos y casi tres de manzanos hay que estar muy mentalizado. Y él, a pesar de su corta edad, lo está. «Trabajar con frutales implica una gran dedicación, diría que casi absoluta durante todo el año. Algún fin de semana suelto podemos librar pero somos conscientes de lo que hay», explica con desenvoltura. Los viernes según acaba su jornada laboral no espera ni un segundo para arrancar el coche y tomar rumbo a su localidad. Allí permanece hasta los domingo. Y así durante los 12 meses del año. 

En pocos días se enfrenta a una de las épocas más duras y a la vez que más le apasiona: la recogida de la cereza. Trabajar de sol a sol no es sencillo para nadie, pero observar la calidad de sus frutos, el rojo brillante que desprenden y los cajones cargados es una importante satisfacción. «Pasamos meses muy preocupados por el tiempo. En un abrir y cerrar de ojos todo el trabajo realizado en un año se puede ir al traste en cuestión de minutos. Los que nos dedicamos al campo sufrimos mucho», asegura.

Sus fincas se ubican en Rucandio, el municipio de su padre, y a diario él y la cuadrilla de temporeros acuden desde primera hora de la mañana. Para recolectar unos 40.000 kilos de cerezas hacen falta manos y por ello contratan siempre personal de apoyo. Por el momento, el joven no fantasea con ampliar sus cultivos pero... «nunca se puede decir nunca», añade.


Honorio Martínez, Madrid de Caderechas: «Solo un loco millonario empezaría de cero»
«¡Cómo han cambiado los tiempos!», expresa Honorio Martínez, un fruticultor procedente de Madrid de Caderechas. «Ya no se mantienen ni el 5% de las fincas que se trabajan hace 30 años», asegura decepcionado. Comenzó su dedicación a las tierras desde que era joven, pero cuando sus padres fallecieron tomó las riendas por completo. Es propietario de varios terrenos pero la ilusión hizo que centralizara todos los frutales solo en uno, en el que se alzan 2.500 cerezos, unos más grandes, otros más chicos, pero con la misma necesidad de ser cuidados. 

Pero esa fantasía se ha ido desvaneciendo con el paso de los años. Los proyectos que perseguía se quedaron en el aire, y no por falta de ganas, sino por falta de apoyo. Para el de Caderechas no resulta tarea sencilla dedicarse al sector frutícola. «Todo el día mirando al cielo acaba por obsesionar», se lamenta. Hubo años que había rentabilidad pero hoy en día  simplemente conservo las tierras porque me daría mucha pena abandonarlas. No gano nada, solo espero no perder. Antes sí resultaba una labor rentable. Ahora todo se queda en el camino», aclara.

Critica a la Junta por su nefasta gestión con el Medio Ambiente y la culpa de que la gente haya dejado de dedicarse a la ganadería y agricultura. «Los montes están hechos un asco, no puede ni andar el jabalí. Es necesario cuidarlos porque algún día puede haber aquí una desgracia y no quedar nada. No pedimos dinero sino que se limpie el bosque porque quizás haya gente con proyecto en mente y no los puede ejecutar porque apenas hay espacio donde plantar. En definitiva, pido un interés como el existente en el Valle del Jerte», explica.

Ante la pregunta de que si considera la mejor época para empezar de cero en el negocio de la fruta no puede evitar una risa cargada de ironía. «Lo ideal sería que la gente joven trabajase las tierras. Esto fijaría población pero, ¿quién es el valiente que se atreve? Una persona que quiera implantar aquí un negocio tendría que ser un loco millonario. Si esta profesión diera mucha productividad el espacio no estaría lleno de robles o pinos, sino de cerezos, manzanos o perales», afirma. Sin embargo, va un paso más allá y el burebano se cuestiona «si la naturaleza devuelve al ser humano lo primitivo. Nunca lo sabré», se responde así mismo. 

Tras mostrar su decepción a este periódico, Honorio no puede evitar una sonrisa cuando recuerda sus primeros años entre cerezos. Con mucho esfuerzo y dedicación logra recolectar en un buen año, como el que se prevé, alrededor de 25.000 kilos, gracias a la mano de obra de amigos y familiares. «También contrato personal pero se está complicando hasta eso. Los temporeros prefieren marcharse a otras zonas donde los ciclos son más duraderos», explica. No obstante, el del Valle no tira la toalla y se prepara para un verano ‘movidito’ de trabajo y horas bajo el sol.


Silvia Alonso, Madrid de Caderechas: «Mi padre solo pudo recoger cerezas un verano»
Silvia no olvida la cara de felicidad de Manolo, su padre, cuando decidió recuperar las fincas de sus padres y plantar en ellas cerezos y manzanos. Era muy pequeña pero las ganas que puso para adecentar los terrenos quedarán siempre en su retina. Era albañil pero como le encantaba la vida en su pueblo natal, Madrid de Cadercehas, se buscó un entretenimiento. Ese mismo con el que actualmente disfruta la joven y sus hermanos mayores, Óscar y Manuel en la localidad en la que nacieron y se criaron.

Cuando el progenitor falleció los hijos tomaron el relevo. Los más de 500 cerezos que tienen repartidos en sus terrenos les generan cantidades importantes de producción cada año. «Mi padre solo pudo recogerlas un verano, no le dio tiempo a más», comenta con pena la mujer. Tanto ella como sus hermanos mayores optaron por continuar manteniendo su pasión y desde entonces trabajan durante todo el año para conservar los frutales en las mejores condiciones.

Se trata de un sector que requiere muchas atenciones. «Tenemos que estar pendientes de mil cosas: arar, sulfatar, podar, coger los palos, echar mineral, así durante los 365 días del año», explica Silvia. Sin embargo, todo el empeño puede caer en saco roto como consecuencia de una helada, una granizada o una fuerte lluvia. 

La del Valle de Caderechas asegura que en su caso en concreto «no llega a compensar» al cien por cien el esfuerzo que conlleva el cuidado de los árboles con los resultados. «Sacamos un sueldo bueno aparte del que cada uno recibimos por nuestros trabajos. Los chicos son albañiles y yo trabajo en una panadería en Oña. Pero hay que descontar los gastos en herbicidas, gasóleo y el tiempo que dedicamos al campo». 

A partir del mes de junio sus jornadas laborales se vuelven eternas. Cuando sale por la puerta de la panadería come rápido y viaja hasta el pueblo para realizar en las fincas las tareas que toquen. Una vez que el fruto está maduro y en condiciones para recoger apenas descansa. «Sí es cierto que ganamos dinero pero el sacrificio dudo que llegue a estar pagado con dinero», expone. Sus tardes y días libres los pasa en el campo, no en la playa o visitando otros lugares como preferiría.

Pero el carácter de la fruticultora se caracteriza por su positividad. «Siempre hay que ver el vaso semilleno, no semivacío. Me quedo con los buenos momentos que comparto con mis hermanos, familiares y amigos en las fincas. Nos acordamos mucho de Manolo, de lo contento que estaría si nos viese a todos juntos recolectando lo que en su día inició él», afirma con emoción.

El verano no lo disfruta como la mayoría de los españoles pero no lo cambiaría. Espera con anhelo la visita de una amiga, que ejerce como ‘la mejor’ al pedirse unos días de vacaciones para acudir a Madrid en época de recogida. Sin duda, una «grande».