Vidas cerradas

ANGÉLICA GONZÁLEZ
-

El centro penitenciario de Burgos ha cumplido 90 años. Con este motivo ha editado un libro que hace un extenso recorrido por su historia y por su presente poniendo el acento en las personas que lo habitaron y que lo habitan

Los presos escuchan una misa en el patio de la prisión, en la década de los 40. - Foto: Archivo Municipal

1932 fue un año muy bueno para las infraestructuras en Burgos. En el mes de junio se inauguró, con la presencia del famoso médico e intelectual Gregorio Marañón, el Hospital Provincial Divino Valles en la calle Madrid con adelantos científicos inusitados para la época, y apenas un poco más de un mes después se recibieron las obras del entonces denominado nuevo penal o prisión central (ahora centro penitenciario). Había comenzado a construirse en 1927, plena dictadura de Primo de Rivera, y constituía también una innovación absoluta no solo por sus amplias y cómodas instalaciones sino porque su apertura iba acompañada de un cambio, sobre todo humanitario, en las políticas penitenciarias que se habían propiciado desde el principio de la Segunda República con Victoria Kent como directora general de Prisiones. El 31 de julio de aquel año, cuando se recibieron las obras, Kent ya había dimitido y fue su sucesor, Vicente Sol, quien hizo acto de presencia en Burgos para visitar las instalaciones. Los presos -ahora internos- no las ocuparían hasta febrero del año siguiente.

La revista Vida penitenciaria en su número de aquel mes calificó la cárcel de Burgos de «Escorial penitenciario» por lo que se demoró la construcción, entre otras cosas por protestas de los obreros que no cobraban lo que exigían, y definió la construcción que la albergaba como «gigantesca, pétrea y con una severidad que no excluye bellezas arquitectónicas». «El edificio es magnífico y las condiciones higiénicas para los desgraciados que han de habitarlo, insuperables», añadía el gobernador civil Ernesto Vega de la Iglesia en la crónica de aquella publicación especializada. El, aparente, único problema que tenía era lo que se entendía como una enorme distancia con la ciudad: «El funcionario necesita un medio que lo traslade a la ciudad en determinados momentos, a sus familias, a sus hijos para ir a la escuela; un medio que los evite, con la ventaja de un paseo por los campos, ser unos reclusos más de ese establecimiento penitenciario sin par en España y quizás en Europa», editorializaba Vida penitenciaria.

Las obras, levantadas en el terreno conocido entonces como Prado de las Matas, costaron más de cuatro millones de pesetas. Solo el patio central ocupaba más de 4.000 metros cuadrados, había espacio para albergar entre 800 y 900  internos, contaba con 92 celdas individuales, salón de actos, talleres, almacenes, economato, cocina y, como explicaba Diario de Burgos en la crónica de febrero de 1933 cuando los presos fueron trasladados allí desde la cárcel del Monasterio de San Juan, «un aparato para desinfección de ropas y efectos, con carro para camas completas y una lavadora mecánica, secadora, también mecánica y despiojadora; en cuanto a la higiene personal, los servicios son completísimos: cada celda tiene un lavabo, pero cuenta también con amplias salas de cincuenta departamentos para duchas y otras tantas pilas lavapiés y algunos cuartos de baño». 

La plantilla del Burgos acudió en 2014 a jugar un partido con los internos.La plantilla del Burgos acudió en 2014 a jugar un partido con los internos. - Foto: Alberto Rodrigo

Todas estas comodidades se encontraron allí en 1934 los muchos mineros de las cuencas asturianas y palentinas detenidos por sus actividades en la Revolución de aquel año, como recuerda Isaac Rilova, exfuncionario de prisiones y académico de la Institución Fernán González, en la obra que publicó como acompañamiento de la exposición que celebraba los 75 años del penal en 2007. Fue aquel el primer momento en el que la cárcel de Burgos alcanzó un índice de ocupación muy elevado que se superaría con creces durante la Guerra Civil y la posguerra: a finales de 1939 albergaba a 4.500 internos, pues fue uno de los puntos neurálgicos de la represión.

«Por el penal -recuerda Rilova- pasaron personalidades como el militar Domingo Batet, jefe de la División Orgánica; el consejero de la Generalitat de Cataluña Manuel Carrasco Formiguera; el músico Antonio José o el poeta Manuel Machado, entre un numeroso contingente de hombres de toda clase y condición: maestros, labradores, obreros, militares, unos para ser fusilados y otros para padecer largos años de encierro».

Durante la dictadura fue la prisión en la que se encarcelaron mayoritariamente presos políticos, sobre todo militantes socialistas y comunistas y sindicalistas. Entre sus muros estuvieron Enrique Mújica, que luego sería ministro de Justicia; el conocido poeta Marcos Ana, que fue el interno que más tiempo pasó entre rejas (en Burgos estuvo 15 años seguidos); el escultor Agustín Ibarrola, también comunista, o el líder del PSUC Antonio Gutiérrez Díaz. Rilova explica que la preparación de estas personas hizo que el nivel intelectual de los internos fuera muy elevado y que contrastara singularmente con el de los trabajadores del centro,  casi todos procedentes del Ejército (ex-alféreces provisional en su mayoría), tras la depuración de los funcionarios que desarrollaban allí su labor durante la Segunda República. La actividad cultural y activista que se desarrolló en los años posteriores fue muy intensa con lecturas, teatro y hasta publicaciones clandestinas como Mundo Obrero o Juventud, por lo que a la cárcel de Burgos se le conoció como la 'Universidad Roja'.

Los últimos coletazos del franquismo también tuvieron su reflejo en este centro penitenciario: allí estuvieron presos los encausados en el conocido como Juicio de Burgos, que tuvo lugar en el Gobierno Militar en el invierno de 1970, y allí también fue asesinado el militante de ETA político-Militar Ángel Otaegui el 27 de septiembre de 1975, en lo que supuso el último fusilamiento promovido por aquel régimen.

La democracia también llegó a la cárcel y con ella, la misma realidad que había en la calle. Se sucedieron las protestas de los presos comunes ante la excarcelación de los políticos, algunas de las cuales terminaron en motines que destrozaron parte de las instalaciones y, sobre todo, llegó la heroína. En los años de la transición y posteriores se llenó de internos que habían delinquido para abastecerse de droga, con lo que en esos años se incorporaron los primeros tratamientos para atender a sus periodos de abstinencia, a sus desintoxicaciones y más tarde, a las infecciones por VIH/sida.

La historia del centro penitenciario de Burgos y de quienes lo habitaron y lo habitan ha sido recogida en un libro conmemorativo que se presentó en el Monasterio de San Juan el pasado viernes. A lo largo de un centenar de páginas se ponen rostro a funcionarios e internos, se explica la forma en la que se trabaja y se desmitifica un entorno que siempre ha estado rodeado de los prejuicios que da el desconocimiento. El texto arranca con una idealista cita de Victoria Kent de 1932 sobre su convencimiento de que algún días las cárceles desaparecerían y con otra más real de la actual directora del centro, Elena Ramos, que es la primera mujer que ocupa el puesto en Burgos: «La cárcel es un espacio, unas personas, un tiempo que compartimos y unos resultados que pasan por los índices de reincidencia, por la cantidad de las víctimas reparadas y por un proceso que apuesta por el aperturismo y por la implicación de la sociedad en el medio penitenciario».