Un lugar distinto donde crecer

ANGÉLICA GONZÁLEZ / Burgos
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La residencia Gregorio Santiago cumple 60 años ocupándose de la atención de menores con problemas familiares o que han cometido pequeñas infracciones

Aunque se inauguró en octubre, desde el mes de abril el centro tenía acogidos a 54 chicos. A la derecha de esta imagen aparecen algunos de ellos recibiendo a las autoridades. - Foto: Fede

Fue un acontecimiento de los grandes. El 25 de octubre de 1963 la plana mayor de las autoridades nacionales de protección de menores se presentó en Burgos para inaugurar y presenciar la bendición solemne de una de las instalaciones más modernas que en ese momento había en el país destinadas a la atención de niños que por distintas circunstancias no podían estar al cuidado de sus familias y otros que habiendo cometido delitos y no pudiendo ser juzgados por su edad quedaban al cuidado y la rehabilitación de educadores. Con el nombre de Residencia Gregorio Santiago y Castiella -en homenaje al secretario que había sido del Consejo Superior de Protección de Menores y miembro de la Asociación Católica de Propagandistas, fallecido poco antes- albergaba en La Castellana las denominadas Escuela de Protección y Casa de Observación de Menores Varones y cuando se puso de largo ya estaba trabajando desde abril con 54 chavales de edades comprendidas entre los 6 y los 16 años.

De esa manera se ponía al día la atención a los menores vulnerables que hasta 1936 había corrido a cargo de la obra de Valentín Palencia con unas instalaciones en no muy buenas condiciones en el barrio de San Esteban, y a partir de aquel año, de la Junta de Protección de Menores. El acto tuvo todas las campanillas de la época y los propios residentes -«niños asistidos», se les llamaba entonces- que ya habían formado una banda de trompetas y tambores, esperaron a las autoridades muy seriecitos.

El proyecto con todos sus detalles se había conocido tres años antes y ya se señalaba, como hacía este periódico, que la Escuela de Menores «era la antítesis de los reformatorios» aludiendo a las prácticas educativas y no punitivas que allí se iban a llevar a cabo. El nuevo edificio se construiría en una finca que el Tribunal Tutelar de Menores había comprado en 1951 por 900.000 pesetas y a pesar de que solo iba a estar destinado a chicos ya se avanzaba entonces que le seguiría otro para niñas -fue anunciado en 1961-, que sería gestionado por la orden de las Carmelitas Misioneras y que en 1968 fue autorizado como unidad escolar. 

La obra se presupuestó en 2,3 millones de pesetas -la del espacio de las chicas costó 900.000- que salían directamente del 5% del 'impuesto de menores' con el que en aquella época se gravaba a los espectáculos y que iba destinado a la Junta y al Tribunal Tutelar.

La residencia no solo iba a ser pionera en cuanto a las dotaciones -se quería que contase con campo de deportes, huerto, piscina, granja- sino que iba a ofrecer un «laboratorio sicológico». Se anunció que los servicios médicos-psiquiátricos iban a ser dirigidos por el conocido especialista Ignacio López Saiz (que en la actualidad da nombre a un centro de salud) y se avanzaba que se iban a aplicar «las modernas técnicas de su especialidad por medio de un laboratorio sicológico llamado a estudiar y clasificar las características de cada niño, teniendo en cuenta los tres tipos que suelen darse de retrasado, difícil y normal». 

«Por medio de 'tests' y novísimas pruebas, ortodoxamente humanas y jurídicas -seguía contando este periódico- podrá establecerse si un niño es un retrasado mental o educativo, un sicópata, esto es, un ser inadaptado pero con normal inteligencia, y, finalmente, si resulta plenamente normal y sus acciones estuvieron sometidas a la influencia de agentes influyentes externos. Con todo ello dispondrá la Obra de Menores de una base sólida a la hora de discriminar la naturaleza de los niños internos, y de proceder a su ingreso en los centros convenientes».

Sin televisión. El edificio, obra del arquitecto Marcos Rico, contó finalmente con cuatro plantas, habitaciones, aulas, despachos y biblioteca, entre otros servicios, donde el redactor de DB encargado de escribir el reportaje echó en falta elementos como una televisión o una radio. Así lo explicaba con cuidado el mismo día de la inauguración: «En la planta baja, perfectamente iluminada con luz natural, se encuentra la cocina, lavadero, calefacción y almacén, servicios, ducha, comedor, y una amplia sala de estar, en la que se nota la falta de un aparato de radio y un televisor, sin que esta alusión deba ser considerada como una indirecta al Consejo Superior, pero sí diremos que serían acogidos con alborozo por los muchachos».

Aunque las intenciones de modernización con las que se puso en marcha el Gregorio Santiago eran, como se ha visto, las mejores -al menos sobre el papel-, sus promotores no estaban al margen de cómo se entendía en aquellos años la educación y, por poner un ejemplo, los centros masculino y femenino estaban separados literalmente por una valla, los asilados de uno y otro lado no tenían contacto entre sí y el tratamiento que se les daba a todos ellos era puramente «asistencial y de beneficencia», como apunta el profesor Rafael Calvo de León en su tesis doctoral Adaptación de la legislación a la Residencia Gregorio Santiago de Burgos de 1990 a 2000, leída en la Universidad de Burgos en el año 2015. 

Es a partir de mediados de los 70 cuando las cosas verdaderamente comienzan a cambiar con una filosofía de trabajo que partía de un concepto «liberador e integrador» y una labor educativa más científica, con profesionales especializados y objetivos claros de reintegración, teniendo en cuenta las dificultades de los menores. Así lo contaba a este periódico el director del centro en 1989, Fernando Sánchez Pascual: ««Antes, estos objetivos ni se planteaban, simplemente era un lugar para tenerles acogidos porque no tenían un hogar; incluso, hasta los años setenta, no había tampoco una clara diferenciación entre los menores de protección y los menores de reforma».

Estas declaraciones datan del momento en el que las competencias de menores habían pasado ya a la Junta de Castilla y León, que amplió los servicios con una unidad de socialización y otra de acogimiento urgente, además de implantar programas de intervención individual para cada niño y planes de caso «para aquellos que tuvieran una conducta disocial», en palabras de Calvo de León.

El Gregorio Santiago se fue moviendo, pues, a la vez que lo hacía la sociedad. Se enfrentó a algunos conflictos derivados del mal comportamiento de algunos chavales, que llegaron a ser noticia por su impacto en el barrio, y cuando comenzó la llegada de la inmigración a finales de los 90 -el primer chico que llegó desde Marruecos lo hizo en marzo de 1996- habilitó un espacio específico para los menores que llegaban sin compañía de un adulto, una atención que sigue prestando en la actualidad.

Unidades de convivencia. En 2017 y después de haber sufrido, como el resto de los servicios públicos unas importantes restricciones en cuando a inversión como consecuencia de la crisis, se le hizo un lavado de cara personalizando los espacios para que se acercara más a la filosofía de trabajo que aplica la Junta desde hace años y que implica que los residentes se sientan 'como en casa'. Justo en ese momento cambió de dirección, que por primera vez se puso en manos de una mujer. La psicopedagoga y educadora del centro Lola Vicario, asumió esa responsabilidad siendo también una novedad que lo hiciera un profesional vinculado a la Junta y no al Imserso como había ocurrido hasta entonces.

El año pasado se anunció una reforma para mejorar las condiciones de habitabilidad y funcionalidad y adecuar las instalaciones al funcionamiento de unidades de convivencia, como explicó la Junta «en un entorno físico-organizativo similar a los domésticos, potenciando la intimidad personal, la oportunidad de elección, la participación en actividades de la vida cotidiana y la interacción social». El proyecto inicial ha sido financiación con fondos del Plan de Transformación y Resiliencia.