Una tortura inconcebible

R. Pérez Barredo / Burgos
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Acaban de cumplirse 20 años del rapto de José Antonio Ortega Lara a manos de la banda terrorista ETA • Fue el comienzo del más largo cautiverio de la reciente historia de España, que se prolongó durante 532 infernales días

Las gafas oscuras tras las que Domitila ocultó siempre su pena y su angustia fueron el espejo de aquellos 532 ominosos días, todos tan invernales como ese 17 enero en que la vida de José Antonio se quebró tan bruscamente. Como una esfinge detrás de la pancarta, la esposa del funcionario de prisiones burgalés secuestrado por ETA era una mujer devastada, únicamente sostenida por esas lentes negras que, como un parachoques, como un frágil muro, la defendían de los focos, camuflaban sus lágrimas y escondían sus heridas innombrables. Las lentes negras eran reflejo de su golpeado corazón: en luto anticipado, permanente.Un duelo al que se sumó la sociedad burgalesa desde el primer momento, desde el instante en que se supo que su vecino José Antonio Ortega Lara había sido secuestrado por la banda terrorista.
Ese día de 1996 había salido a las siete de la mañana de la prisión de Logroño en la que trabajaba. 114 kilómetros después, ingresó en una oscuridad eterna. Del garaje de su casa, en el número 62 de la calle Eladio Perlado, al maletero de su coche y de allí a la que sería su sepultura en vida: un zulo diabólicamente excavado bajo la plancha de hormigón de una ruidosa nave industrial en la localidad guipuzcoana de Mondragón. Los terroristas le habían estado esperando. Sintió una pistola en la cabeza y escuchó un ruego urgente: «Nos persigue la policía. Necesitamos tu coche». Él se resistió, fue zarandeado, forcejeó con ellos cuanto pudo. Finalmente le maniataron, le amordazaron y le taparon los ojos.
Cuando le retiraron la venda ya se encontraba en el siniestro y estrecho cubil que sería su morada en adelante. Su primera sensación fue la de perplejidad. Supo que se acababa de convertir en una víctima más de ETA y en los días posteriores le costó un mundo aceptar que aquel hombre encerrado en tan angosto agujero, en un estado casi catatónico, era él. Superada la incredulidad, asumida su nueva condición de preso sin derechos, se dispuso a luchar aferrándose a la fuerza del amor por su familia, debatiendo a cada instante con Dios y poniendo en práctica la disciplina aprehendida con los salesianos.
 
La conmoción. Mientras se acostumbraba al aislamiento en aquella inmunda y húmeda celda de 2,4 por 1,7 metros, en Burgos sus conmocionados vecinos se aprestaban a acompañar a su familia en la que iba a ser la más larga y cruel travesía jamás imaginada. La Plaza Mayor se convirtió en el lugar de encuentro semanal en el que los burgaleses se concentraban para exigir la liberación de su vecino.Una marea de  lazos azules y manos blancas. «Fueron horas de mucha preocupación y de mucha angustia», recuerda Ángel Ariznavarreta, en aquellos tiempos teniente de alcalde del Ayuntamiento de Burgos que regía Valentín Niño. Evoca con precisión las concentraciones, silenciosas y tristes, que por desgracia se convirtieron en algo rutinario, en días de frío y de calor, de lluvia y de viento. 
«El secuestro se prolongó tanto en el tiempo que llegamos a perder la esperanza, y más cuando el Gobierno de Aznar se negaba a negociar con los terroristas. Desde el punto de vista personal pensábamos que por salvar la vida de una persona se podía negociar lo que fuera. Pero, por otro lado, la inercia política llevaba a creer que una negociación llevaría a tener que hacer una concesión cada semana. Recuerdo haber vivido con angustia aquella contradicción. Por fortuna, el final fue feliz. Y haber sabido en qué condiciones sobrevivió da dimensión de la fuerza y la entereza personal, moral y física que tuvo. Cuántas veces he pensado que, de haberme ocurrido a mí, no hubiese resistido. Seguro».
Los días y las semanas se sucedían en el zulo con lentitud de siglos. Ortega Lara resistía con voluntad férrea. Él ya había sobrevivido antes a otro encierro, del que salió vencedor: compartió el útero materno con una hermana melliza.Sólo él superó el alumbramiento. Muchas veces, durante el infernal encierro, José Antonio habló con aquella hermana a la que no llegó a conocer nunca. También con su madre, a la que siempre había estado muy unido.Soñaba que conversaba con ella en la huerta de su Montuenga natal... Aunque procuraba mantenerse físicamente haciendo rutinariamente gimnasia, su cuerpo no era inmune al desgaste de tan salvaje cautiverio. Tampoco su mente, que se iba descomponiendo, que poco a poco se asomaba al abismo la desesperación. Hablaba en voz alta, discutía con Dios, se enfadaba, gritaba... Y en los momentos de debilidad, superado el primer año de cautiverio, comenzó a dar forma a la manera de poner fin al encierro de su propia mano en lucha sin cuartel consigo mismo.
 
«Sin dudas no hay dolor». Las solidarias concentraciones, que empezaron siendo multitudinarias, fueron despojándose de esa condición, fruto de la desesperanza. Aunque la familia nunca dejó de estar acompañada y arropada, la sociedad se dejó vencer por el abatimiento. Mucho más después de que el PP alcanzara en las urnas el Gobierno de la nación y mostrara sus cartas en materia anti terrorista: nada de sentarse a negociar; ni una sola concesión. En este sentido, Jaime Mayor Oreja, ministro del Interior durante la mayor parte del secuestro del funcionario de prisiones burgalés, no dudó nunca. 
«Era un chantaje al Estado de Derecho. No era sólo un secuestro.Se pretendía establecer una negociación sobre los presos y sus condiciones. Fui plenamente consciente de la situación cuando me hice cargo del Ministerio. Aun siendo el presidente Aznar y yo los responsables últimos de esta determinación, no sufrimos porque no hubo duda. Nos imaginábamos el cautiverio terrible de Ortega Lara -que luego pudimos ver, esa crueldad hacia una persona, aquel repugnante agujero-, pero entonces sólo sabíamos que estaba secuestrado. Mentiría si dijese lo contrario: estábamos muy determinados y muy decididos. Habíamos definido una política que básicamente se basaba en dos pilares. El primero, no a la negociación con los terroristas. Y el segundo, ningún atajo, ningún grupo paralegal. Nosotros confiamos en la fortaleza del Estado de Derecho. Y en ella había una enorme determinación, por eso no nos hizo sufrir. No hubo vacilación», admite a DB el exministro.
Sí que la tuvo el secuestrado, el ser más torturado de aquella España finisecular, el hombre que llegó a sentirse el más desgraciado de la tierra.Como admitiría años después, y contra sus creencias, intentó por dos veces quitarse la vida, terminar con aquel suplicio insoportable e inconcebible que sólo él, y nadie más que él, conoce. Con la dignidad arrebatada, físicamente atrofiado y con el alma destrozada, Ortega Lara ansió su muerte. Y la acarició con los dedos. Pero cuando más resuelto estaba, en la mañana del 1 de julio de 1997 el nauseabundo agujero se abrió, 532 días después de haber sido en él confinado. «¿Por qué no me matáis de una puta vez?», esgrimió con toda la rabia de la que fue capaz el exhausto y famélico hombre de apenas 49 kilos que los impresionados guardias civiles se encontraron allí. 
«La víspera fue una noche de enorme tensión e ilusión al mismo tiempo.De angustia y de zozobra. El éxito fue exclusivamente de la Guardia Civil. Y nosotros lo único que hicimos fue, fundamentalmente, mostrar al conjunto de la sociedad aquel zulo.Quisimos que los españoles se metieran en él. Fue visitado por todos los comunicadores.Queríamos que la gente conociera la crueldad de una organización como ETA», subraya Mayor Oreja. Aunque la liberación de Ortega Lara fue un día feliz, el envés siniestro de la realidad se haría presente sólo unos pocos días después, con el asesinato «a cámara lenta» de Miguel Ángel Blanco. 
 
El final. José Antonio Ortega Lara regresó a casa mientras la alegría de los burgaleses, inmersos en las fiestas de San Pedro, se desbordaba por toda la ciudad. Su vecino pródigo había sido recuperado y devuelto a la vida, aunque ésta nunca volvería a ser como antes. En la memoria de todos los españoles permanece indeleble la imagen de José Antonio, todavía desorientado y con expresión aturdida, asomado a la ventana, saludando a la muchedumbre con su hijo Daniel en brazos y junto a una sonriente Domitila que, sin gafas oscuras, le acaricia con la mirada.