Postales del vacío

R. PÉREZ BARREDO
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El confinamiento genera cada día imágenes increíbles, estampas de la más absoluta desolación en los espacios más emblemáticos de la ciudad

Postales del vacío

En el Castillo, a media mañana, lo único que ha comparecido es la primavera, que exhibe su juventud con impetuosidad rabiosa y verde. Las urracas se enseñorean por entre las copas de las árboles, amas y señoras del silencioso vacío del lugar. Nadie mira la ciudad desde el mirador. No hay turistas, ni paseantes, ni deportistas. La brújula de piedra de esta privilegiada balconada yace desnortada, como yerta. Desde estas alturas apenas se percibe murmullo alguno abajo, donde antes del fin del mundo rugía la ciudad como una bestia incontenible. Incluso las agujas de la Catedral parecen haber menguado. En torno a San Esteban no hay un alma. Tampoco la rozan coches. El zureo de las torcaces es toda la banda sonora de este instante insólito y terrible. A lo lejos, como bosquejada a última hora en un concurso de pintura rápida, la Cartuja. Acaso más sola que nunca. 

Ladera abajo todo es quietud. Escalinata de San Nicolás, plaza de Santa María, soledad de la fuente. Cementerio de losas de granito la plaza del Rey San Fernando, donde se estremece el peregrino, aterido, y por donde atraviesa a cuentagotas algún vecino con cierta urgencia, como si estuviese siendo perseguido. Languidece en los bajos del Arco de Santa María el cartel de la exposición que no pudo ser, y desde su cobijo la plaza vacía es un latido detenido. Ni el recuerdo con sombrero de ala ancha de Ignacio del Río entrando al Puerta Real recobra vida en la ensoñación. Hay palomas entre los arbotantes. También las gárgolas han enmudecido.

El Espolón parece la estampa de cualquier madrugada de invierno: toda la avenida es un desierto barrido, y hasta los plátanos entrelazados parecen haber envejecido súbitamente; sus ramas son ahora sarmientos que hacen claroscuros en el suelo, sombras chinas inquietantes. Se diría que la castañera está en trance de recoger sus bártulos y desaparecer hasta que regrese el otoño, quizás con más castañas y algo de esperanza. Adentrarse en la Plaza Mayor es como hacerlo a través de un espejo: el espacio que se abre al otro lado es pérfido, cruel. Está hueco. Sólo el mudo carrusel testimonia que una vez hubo vida. Carlos III llora en su pedestal. Sin consuelo.

La calle San Lorenzo solo es sus abigarrados carteles de comercios y hostelería, y la nostalgia del vermú y las conversaciones que ahora no se oyen. El suelo mojado guarda la memoria de pasos perdidos. Santo Domingo, La Moneda, Santander, Mio Cid... Espacios deshabitados, recorridos por el escalofrío de la ausencia. Un taxi, la clienta de una farmacia, una patrulla silente, las estatuas del puente de San Pablo que se miran entre sí, encogiendo los hombros, atónitas. El Cid que no cabalga.

Para contrarrestar tanta tristeza, el Arlanzón discurre alegre. Sus riberas pobladas de patos y garzas, los sauces que lloran ya con las hojas verdes que acarician el malecón. Paseo de la Isla, Cervantes con el vértigo del folio en blanco, perdido junto al árbol del amor que ya insinúa sus primeras flores mientras los altos castaños ya pueblan sus copas. En la fuente canta la sirena su mañana sin niños, y junto al castillo de columpios sin risas se percibe esa otra ausencia: el Arco de Cerezo de Riotirón da sentido al verso prodigioso de Jesús Barriuso: Tan sólo soy el hueco donde está lo que me falta'.. 

Calle Vitoria, arteria sin sangre, Gamonal populoso sin latido mestizo, Grandmontagne, plaza de Roma, pueblo antiguo, la nada cruzando los pasos de cebra, rumor del Pico, cielo desangelado, semáforos sin sentido. Burgos, abril, 2020. Postales de la nada y del vacío.