«Estoy bien aquí»

R. PÉREZ BARREDO
-

Acompañamos en la noche a dos voluntarios de Cáritas que llevan a cabo el programa 'Café y calor', iniciativa que intenta arropar a quienes no tienen un hogar y han decidido vivir a la intemperie

Tatiana pernocta con su perro en un rincón urbano de la zona sur de la ciudad. - Foto: Luis López Araico

Buscad, buscadlos:/ en el insomnio de las cañerías olvidadas, en los cauces interrumpidos por el silencio de las basuras./ No lejos de los charcos incapaces de guardar una nube,/ unos ojos perdidos,/ una sortija rota/ o una estrella pisoteada. Son versos del libro de Rafael Alberti titulado 'Sobre los ángeles'; una obra en la que el gran poeta gaditano habla sobre esos seres que son y no son, que están y no están, que quizás nunca fueron, o sí, y que podrían serlo algún día. Si Alberti hubiera conocido a Goya y a Vicente a buen seguro les hubiera dedicado uno de sus de sus maravillosos poemas: con una humildad desarmante, con una estatura moral y humana para la que no hay adjetivos, estas personas salen al menos dos noches por semana en busca de ese alguien que necesita ayuda, que lo necesita todo.

Son voluntarios del programa 'Café y calor' de Cáritas: cuando el invierno arrecia, cuando todo es soledad y olvido y miseria, ellos recorren la ciudad en busca (Buscad, buscadlos) de quienes lo perdieron todo, de quienes no tienen nada, ni siquiera un techo bajo el que guarecerse, un cobijo que suelen hallar en los cajeros automáticos, esos a los que ellos jamás dieron dinero. Las únicas armas de Goya y de Vicente son una humanidad desbordante y café caliente; también unas galletas.

Todo ese patrimonio lo recibe con gratitud Luis, que saluda con una educación exquisita; protegido por un armazón de cartón, dormitaba. Ni un lamento al sentirse despertado: bebe el café que con tanta ternura le han servido, y hace acopio del paquete de galletas que le entregan. Poco más dice sobre su vida: el azar, la mala suerte, una adicción que puede convertir a cualquiera en quien no es. La realidad, obstinada, le muestra su espejo perverso: duerme en la calle. Hijo de la intemperie. «Estoy bien aquí», musita.

Shenol no oculta la litrona que le acompaña en su descanso: dice que ha deambulado por aquí y por allá, que ha soplando algo, pero que está tranquilo. Lo confirman Goya y Vicente, que le conocen de antiguo. Acepta el café calentito y el paquete de galletas, y por momentos parece que querría decidirse a levantarse, mirar al frente, echarse a andar. No lo hará: lleva tanto tiempo en la calle que ya no acepta otra vida. No.

Le sucede lo mismo a Tatiana, protegida por un pastor alemán que para sí quisieran de guardaespaldas los más poderosos del mundo: está en un soportal, mantas y cartón, tranquila, viendo pasar una vida que jamás hubiera imaginado para ella. Pero recibe a Goya y a Vicente con respeto y mansedumbre, conteniendo los envites de su perra, celebrando ese café caliente y las galletas -con algo de chocolate, pide-, que le dejan los voluntarios, que charlan con ella, que le preguntan cómo está, que le ofrecen su ayuda y su cariño y lo que haga falta. Ella no se mueve un milímetro, ni de su sitio ni de su discurso. «Bien, estoy bien», zanja apenas, queriendo volver a su pequeño mundo de harapos y soledad.

Se recorren la ciudad Goya y Vicente con el maletero colmado de café y galletas; buscan, los buscan. Para aquí y allá. Insisten. Encuentran a Félix a última hora, un viejo conocido que les devuelve su gratitud en forma de sonrisa. Terminan su ronda lamentando no haber encontrado a más personas a las que ofrecer calor y compañía. Va la noche ovillándose sobre sí misma, y haciéndose más cruenta con el frío.

Las luces navideñas contrastan con la realidad que representan Luis, Shenol, Tatiana y Félix. Ojalá nadie viviera nunca en la calle. Ojalá el mundo estuviera lleno de gente como Goya y como Vicente. Ángeles.