Editorial

Los riesgos del espectáculo de la antipolítica sobreviven a Berlusconi

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La muerte de Silvio Berlusconi supone la desaparición de una figura central en el deterioro de la estética (y la ética) política que se aceleró en la última década del siglo XX y que continúa, con ánimos renovados, en el XXI. La caída de los totalitarismos europeos – que tuvo su epílogo en el derrumbe del muro de Berlín – y el contexto de relativismo social, político, moral y cultural que lo sucedió derivó en una devaluación de los instrumentos que permitieron asentar la democracia en el Viejo Continente. Los valores cívicos y comunitarios se trocaron por un utilitarismo impaciente ante nuevos problemas que apuntaba ya la globalización y crítico con los garantistas procedimientos democráticos. Berlusconi supo encontrar su espacio en las instituciones en estas rendijas del sistema: la antipolítica, es decir, una explotación amoral de los fallos del entramado institucional en términos emotivos; el populismo, que elude el fondo de los problemas para centrarse en sus manifestaciones en el corto plazo, y el espectáculo, que supedita la acción política a la seducción o el entretenimento de la opinión pública buscando una supuesta relación directa entre el gobernante y el electorado, sin instituciones intermedias.

El gobernante y empresario italiano fue la materialización de los peores rasgos de lo que el catedrático salmantino Alejandro Muñoz Alonso denomina democracia mediática que implica la transformación de la política en un show dirigido antes a seducir a los votantes que a un ejercicio racional de gestión de lo común. Esta política espectáculo (una auténtica vedetización de la política) se asienta en la personalización del poder, acentuando hiperliderazgos que simplifican los debates, eliminan contrapesos y se sirven de las personas, no tanto por su capacidad de trabajo como por sus habilidades para comunicarla. También exige una teatralización de la vida pública que vive de los engaños, de las emociones fabricadas y lo inmediato y lo espectacular frente a lo trascendente o lo relevante.

En Italia, el resultado de esta forma de entender la acción pública ha sido un debilitamiento del Estado de Derecho, siempre cambiante en beneficio de los intereses del líder, pero también un agravamiento de los problemas estructurales ante la falta de decisiones estratégicas y un estancamiento de la economía.

Es evidente que algunos rasgos de esta forma de entender la acción pública se han asentado en otras geografías, aunque de forma más matizada que las que empleó el bufón italiano, y han brotado en forma de populismos de distintas raíces ideológicas. España no es ajena a esta tendencia y algunos de sus efectos comienzan a percibirse: cuestionamiento de las instituciones, parálisis económica, construcción de un debate público cada vez más dramático, desinformación… En definitiva, una pendiente peligrosa que, lejos de ser alimentada desde las instituciones, debería ser combatida reforzando no solo los instrumentos constitucionales sino la propia cultura democrática del país.