La huella burgalesa de Urtain, un ídolo caído

R. PÉREZ BARREDO / Burgos
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Era un mito del boxeo cuando recaló en Burgos en los 80. José Manuel Ibar, Urtain, de quien se acaba de publicar una completa biografía, residió 4 años en la Cabeza de Castilla, donde dejó un gran recuerdo, un reguero de anécdotas y muchos amigos

Fernando y Salva González, entre Urtain y Legrá, en los años 80. - Foto: Patricia González

Urtain cayó muchas veces en su vida: sobre la lona de un ring, al pozo de la bancarrota, al fondo abismal de sí mismo. Su última caída fue al vacío, aunque diez pisos más abajo se hallaba el suelo. Incluso en aquel trágico final demostró el boxeador vasco ser una fuerza de la naturaleza: el brutal impacto apenas alteró el corpachón del Morrosko de Cestona, el ídolo deportivo de varias generaciones, el chavalote sencillo y hecho a sí mismo que había llegado a alcanzar fama y gloria, el púgil del que se había escrito que no sabía capear temporales, sino desencadenarlos cuando se ponía los guantes y subía al cuadrilátero. El día que se precipitó a una muerte segura acechado por las deudas, desesperado, deprimido y solo, entre las escasas pertenencias que le encontraron había una pequeña fotografía de carné. Posiblemente la última que se había hecho sólo unos pocos años antes, cuando se sentó en el estudio del fotógrafo burgalés Ángel Herraiz; entonces, mediados de la década de los 80, la vida aún le sonreía aunque ya no se calzara guantes y se ganara la vida como machaca y relaciones públicas de la discoteca Pentágono de Burgos, ciudad en la vivió cerca de cuatro años, donde encontró sosiego y felicidad.

Ovidio Campo, con quien la leyenda del boxeo compartió amistad y trabajo, conserva como un tesoro una fotografía dedicada de su gigantesco puño y delicada letra.Del cariño y la admiración que siempre sintió este exempresario burgalés por el púgil guipuzcoano habla a las claras que esa imagen esté enmarcada. La observa Ovidio con ternura, sonriendo, evocando los años que compartió con aquel hombretón, a quien conoció primero como cliente de su cervecería -aquel establecimiento mítico que se llamaba Chenel, en el arranque de la Avenida del Cid- y poco después como compañero, cuando a Campo le fichóPentágono para ejercer como relaciones públicas. «Urtain era todo humanidad, una bellísima persona. Un cacho de pan. Era sencillo, bonachón...», dice sin dudar.

De José Manuel Ibar acaba de publicarse una de sus más completas biografías: Urtain. Retrato de una época (Editorial Pepitas de Calabaza). En ella, su autor, Felipe de Luis Manero, recrea la vida y la muerte de aquel boxeador que fue un auténtico ídolo de masas en los años finales de la dictadura; un héroe popular en el que la gente del común depositó la esperanza de, por una vez, ganar algo. Y, más allá de contar la historia trágica del inesperado camino de Urtain a las alturas, de sus peripecias -con sus claroscuros- y de su posterior e irremediable caída en desgracia, el autor traza un sugerente retrato de aquella España. Y Burgos se cruzó en la vida del púgil, y éste en la vida de la Cabeza de Castilla.

Junto al pinchadiscos, animando al baile en Pentágono.Junto al pinchadiscos, animando al baile en Pentágono. - Foto: Revista Pronto

Fernando González, del Mesón Burgos, fue amigo íntimo del púgil. Las paredes de este templo gastronómico capitalino dan fe de ello: hay hasta tres instantáneas que puede ver todo el mundo.En una salen Fernando y su padre, Salvador, que había sido boxeador, entre Urtain y Pepe Legrá; en otra, sale la familia del primero con la familia de Alfredo Evangelista, púgil uruguayo-español que visitó a la familia de José Manuel durante sus años en Burgos. Hay una tercera en la que el Morrosko aparece solo, reconcentrado, en un primer plano en blanco y negro. Fernando contextualiza el momento. «Fue en Pentágono, el día que José María García hizo su programa en directo cuando pasó la Vuelta Ciclista a España por aquí. José Manuel anunció que quería volver a boxear y Butano le puso pingando, le dijo que incluso le denunciaría. Fue una estrategia comercial para que se oyera el nombre de Pentágono por toda España», recuerda el hostelero, quien sólo tiene palabras de cariño y admiración por quien fue su amigo, al que define con certeza: «Sólo fue malo para él mismo. Para los demás, un fenómeno: abierto a todo el mundo, amigo de sus amigos; siempre el primero en echar una mano. Buena gente. Lo tuvo todo. Pero también mala suerte. Se sintió engañado por casi todos. Le manipularon siempre: cuando boxeaba y después.Pero cuando estuvo en Burgos no hizo más que amigos por todos los lados».

Urtain era un fenómeno. Buena gente. Tuvo mala suerte. Sólo fue malo para sí mismo»
Fernando González, amigo íntimo de Urtain

A Urtain le fichó Pentágono como jefe de seguridad -y reclamo, todo hay que decirlo- a finales de 1983. Llegó con su segunda mujer, Marisa, y sus dos hijos, Eduardo y Vanessa. Había dejado de boxear en 1977. Era, claro, un mito viviente: tres veces campeón de Europa y de España de pesos pesados. «Aunque ya estaba deteriorado física y mentalmente, seguía siendo un tiarrón que impresionaba», apunta Ovidio, que atesora numerosas anécdotas de aquella época. Asegura que le gustaba apostar «pero apostar a todo, por cualquier cosa». Recuerda que en cierta ocasión visitó al Tigre de Cestona en Burgos su buen amigo y también boxeador Pepe Legrá. «Estábamos en Pentágono, y Urtain se apostó con él una botella de whisky a que era capaz de, tumbado boca abajo, agarrarse los tobillos con las manos. Y ganó». Huelga decir que el destilado duró poco en el interior del vidrio: a Urtain, por aquella época, le gustaba empinar ferozmente el codo. Whisky y lo que no era whisky: cerveza, vino, ginebra a palo seco de par de mañana. En este sentido, Fernando González no ha olvidado las muchas veces que él y otros amigos le acompañaron a casa, tras un largo vermú, de grana y oro -esto es, con una borrachera de aúpa-. «Oye, se metía en la cama, sudaba, comía y se levantaba como nuevo el cabrón. Y a por otra botella de JB. Bebía como un cosaco. Y comer le encantaba: cordero, morcilla, chuletones. A veces íbamos por los pueblos y se apostaba un cordero a lo que fuera: al mus, a los chinos, a hacer cualquier ejercicio físico».

La existencia de aquel héroe del pueblo, melopeas al margen, fue más bien tranquila en Burgos, donde no dejó de ser celebrado allá donde iba, y donde posiblemente firmó más autógrafos que en toda su vida. Cumplió siempre con su trabajo, sin apenas altercados más allá de poner en la calle a borrachos pasados de rosca o impertinentes engominados que gustaban de propasarse con las chicas: la imponente estampa que conservaba disuadía a cualquiera de hacer en exceso el capullo en la discoteca. Tuvo algún encontronazo, como el que recoge Manero en su libro. «Entre los militares, Urtain ya tenía a varios viejos conocidos. Eran reincidentes: bebían de más, buscaban bronca dentro del local, en ocasiones incomodaban a las mujeres con estúpidas actitudes de macho descerebrado, y él los terminaba echando. Pero ellos volvían a la semana siguiente, bien peinados y oliendo a loción de afeitar, como si no hubiera pasado nada. Y Urtain les seguía el juego: total, no tenían otro sitio donde ir y un borracho -él lo sabía bien- siempre merecía una segunda oportunidad».

Urtain, con su mujer e hijos, en el piso en el que vivió en Burgos. Urtain, con su mujer e hijos, en el piso en el que vivió en Burgos.

Sucedió que una noche un sargento de artillería con quien ya se las había tenido tiesas en más de una ocasión se presentó en Pentágono 'calentito'. Así escribe Manero cuanto sucedió después. «Urtain lo vio muy claro en la cola y lo mandó de vuelta: vete a dormir la mona y vuelve la semana que viene, cuando se te haya pasado. Y parecía que la cosa se iba a quedar ahí. Pero con algunos tipos las cosas nunca se quedan ahí. El sargento de artillería regresó una hora después con una pistola en la mano apuntando directamente al torso de Urtain. El murmullo de la cola enmudeció de súbito. El militar se aproximó hacia el exboxeador sin dejar de empuñar el arma. El miedo, algo tan primario e incontrolable como la lluvia misma, recorrió el cuerpo de José Manuel y se instaló en sus piernas, incapaces de mantenerse quietas. La gente miraba y esos ojos ávidos de acción lo presionaban aún más: sabía que tenía que actuar pronto y de una manera decidida o de lo contrario perdería el respeto que se había ganado noche a noche manteniendo a raya a los alborotadores».

Urtain valoró avisar al encargado pegando una voz o entrar y llamar a la policía. No hizo nada de eso, consciente de aquella era una situación especial, delicada, límite. Aunque en su contrato, explica Ovidio Campo, existía una cláusula en la que se le prohibía «golpear con el puño cerrado», el boxeador retirado se vio sin más opciones. «Cogió impulso, se abalanzó sobre el militar y le dio un fuerte puñetazo en la cara. La pistola cayó al suelo y fue a parar debajo de un coche. El sargento, tambaleándose a causa del golpe, desistió de intentar coger el arma y se marchó corriendo. Urtain había ganado. El murmullo volvió a la cola y se convirtió en un rumor de admiración, algunos hasta se arrancaron a aplaudir». Después sonrió, entró al local, se acodó en la barra y se atizó un whisky. A morro.

Era todo humanidad, una bellísima persona. Un cacho de pan, sencillo y bonachón»
Ovidio Campo, compañero y amigo de Urtain

«La gente le tenía respeto, y le quería. Era un mito y una leyenda viva. Y era una persona muy educada», apostilla Campo. «Jamás tuvimos ningún problema con él». En otra ocasión tuvo un lío con un peleas que vivía en barrio San Pedro de la Fuente, y que siempre intentaba provocarle. Aunque Urtain tenía una paciencia como nadie se puede imaginar, infinita, un día ya no pudo más. Hay distintas versiones: una afirma que le soltó un puñetazo brutal, pero el otro lo esquivó; la otra, que por no golpearle la cabeza le dio a la pared. Lo cierto es que Urtain se rompió la mano. Le costó muchos meses curarse». Evoca el exempresario que Urtain era hombre de pocas palabras, que no solía recordar casi nunca su exitoso pasado pugilístico; que le encantaba comer (se puso de moda en Burgos, dice Ovidio, un plato que se bautizó con el nombre del boxeador, y que consistía en huevos fritos, filetes de lomo y patatas); y que le apasionaba jugar al mus. También, que siempre se mostró generoso. Quizás demasiado: «Era un manirroto, le quemaba el dinero». 

El fotógrafo burgalés Ángel Herraiz no conserva tan buen recuerdo del Tigre de Cestona. Le dejó a deber muchísimo dinero, ya que le encargó pasar a vídeo todas las cintas de sus combates. «Era tecnología nueva, costaba mucha pasta. Nunca me lo pagó. Me sentí engañado y me dolió mucho, porque le traté con frecuencia tanto a él como a Marisa y a sus hijos, a los que hice muchas fotos». Admite Herraiz que Urtain era un tipo de trato afable, que no era ningún fanfarrón. «Era más bien taciturno. Yo hablé muchas veces con él de boxeo, porque mi padre también fue púgil. Recuerdo muchas charlas en la cafetería Milán hablando de Paulino Uzcudun y otros boxeadores. Tuve una relación cordialísima con él, pero me hizo polvo que no me pagara aquel encargo. Tardé tres años en recuperarme. Creo que nunca se administró bien, y cuando llegó a Burgos ya arrastraba muchas deudas», indica.

Ovidio Campo no tiene ninguna duda de que durante aquellos años en Burgos Urtain fue feliz, y que se ganó el afecto de la gente. «Todo el mundo le quería. Porque se hacía querer. Era fácil conectar con él. Era todo humanidad, por fuera y por dentro». Durante aquellos casi cuatro años en Burgos, Urtain apoyó con su presencia numerosas veladas boxísticas celebradas en la ciudad e incluso ayudó a prepararse al púgil local Hernando II, que competía por el título nacional de pesos ligeros. Siempre esquivo con la prensa, concedió en 1986 una entrevista a este periódico en la que confesaba haberse sentido engañado durante su época en los cuadriláteros. «Generé más de cuatrocientos millones de pesetas y me retiré con tres».

Ese mismo año, anunció su intención de volver a subirse a un ring. Fue un brindis al sol: el reglamento de la Federación Española de Boxeo impedía regresar a cualquier púgil que llevara cinco años inactivo o fuera mayor de 35 años. Pero volvió a entrenar, como recuerda Fernando González, que le acompañó en más de una ocasión ejercitándose corriendo por Fuentes Blancas. «Nos mataba, corría sin parar con sus pies planos. ¡Para, hijoputa! Le gritábamos. Era una bestia». Sevilla y Madrid fueron sus siguientes destinos. Cada fracaso fue acercándole al abismo. Fernando estuvo presente en el funeral y entierro de Urtain. «Lo pagó todo Pedro Carrasco, puedes dejarlo claro», dice. En un pequeño álbum de fotos muestra el hostelero del Mesón Burgos alguna imagen de ese día; incluso una instantánea del boxeador amortajado en el féretro: la nariz chata, el rostro a pesar de la muerte rubicundo, con un rictus tranquilo. Como si hubiese encontrado la paz que no tuvo nunca.