1998. Comienza la Revolución Google... Y España ya es Europa

Carlos Dávila
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1998. Comienza la Revolución Google... Y España ya es Europa

Desde la imprenta de Johann Gutemberg, habitante del mundo en el Siglo XV, no se había visto cosa igual, cinco siglos después, en ese mundo. Naturalmente que los primeros que desarrollaron el invento fueron entonces los alemanes pero, no crean, en España tampoco fuimos tan tardíos porque nos pusimos a trabajar con ella lo que duró un quinquenio, el establecido entre 1465 y 1450. Con Google, clónicamente sucedió lo mismo y nosotros, presos ya de la fiebre de internet, nos pusimos como locos a navegar por la nube del descubrimiento, donde averiguamos por ejemplo y sin acudir a las ya vetustas enciclopedias que, tras muchas trabas y la enemiga persistente de la Francia de Chirac -otro bígamo en la Presidencia de la República que nunca supo donde estaba en realidad Madrid- los europeos más antiguos sentenciaron que ya estábamos listos, que cumplíamos los mil requisitos acordados para entrar en la Unión Monetaria, o sea que nos daban por bienvenidos al euro de nuestros posteriores sufrimientos. 

Todo esto ocurrió mientras en Frankfurt se fundaba el Banco Central Europeo. Fueron aquellos episodios muy rentables para Aznar que, en muy poco tiempo, consiguió dar un vuelco a la maltrecha economía que había heredado de los fingidos «brotes verdes» de la vicepresidenta socialista Salgado y los había hecho, ¡oh, revolución! bajando los impuestos. Justo lo contrario a lo que hizo años después su correligionario Mariano Rajoy.

 Y es que entonces, la política española era una balsa de aceite. Los socialistas vivían aún atribulados por la fuga de Felipe González y no lograban un sustituto de consenso. Formalizaron unas estúpidas (así llamadas por la Dirección Provisional) Primarias y Josep, nacido Pepe, Borrell, le dio para el pelo al aspirante oficial Joaquín Almunia. La alegría le duró poco al diseñador del NIF, el acusica fiscal de nuestros dineros, porque el Grupo Prisa tocó la campana y todos sus medios se dedicaron a injuriar, denostar y hasta calumniar a Borrell, al que atribuyeron amistad y complicidad con un par de inspectores de Hacienda que habían confundido la Agencia Tributaria con una casa de empeños para su beneficio particular. Así que le echaron a Borrell a las tinieblas exteriores en una primavera atascada de juicios por corrupción y cárceles por otro tanto. 

Un ministro del Interior, José Barrionuevo Peña, y su secretario de Estado de Seguridad, Rafael Vera, fueron condenados a 13 años de prisión por el ya contado secuestro erróneo del sanitario francés Segundo Marey. El banquero más popular y arriesgado de los 80 y principios de los 90, Mario Conde, recibió un recado del Supremo en forma de cuatro años y medio de reclusión mayor por apropiación indebida, y al sinvergüenza de Luis Roldán, antiguo director general de la Guardia Civil, la Audiencia Nacional le mandó al trullo de Brieva, Ávila, un encierro de sólo mujeres, a cumplir nada menos que 28 años por malversación, cohecho, estafa y delitos contra la Hacienda Pública. Como diría un general francés en los peores tiempos de la gobernación gala: «España era un presidio suelto».

 Era un horror permanente en el que ETA ponía su impronta asesina. En aquel año 98 la banda mató -si se puede decir así- un «poquito menos». Pero eso, muy significativamente, porque liquidó sucesivamente a tres concejales vascos del PP y, ya de viaje en Andalucía, acribilló a tiros al edil sevillano Alberto Jiménez Becerril y a su mujer Asunción García. El ejecutor de aquel crimen se convirtió después en el jefe de los facciosos que también, para qué olvidarlo, se ocupó de que toda Navarra llorara tras la caída, ametrallado, de Tomás Caballero. Fechoría tras fechoría en un ambiente en el que esa tribu de miserables mataba a los insurgentes españoles y se daba el pico con los nacionalistas que, en frase atinada de Arzallus, «se colocaban bajo el árbol de la metralla para recoger las nueces de la presión independentista». De esta forma nació el Pacto Estella, llamado en el argot Estella, con el que el PNV, matrimoniado para la efeméride con Batasuna, los «sindicatos del crimen» nacionalista ELA-STV y LAB, y otros tantos y marginales compañeros de viaje, parieron el que fue en verdad un acuerdo del miedo con el objetivo de parar a la resistencia española que le estaba ganando la porfía en las calles. Tanta repugnancia produjo en el resto de España aquel acuerdo que los socialistas que trabajaban en Vitoria en coalición con el propio PNV no tuvieron otro remedio que romper la coyunda con la excusa de que los dirigentes de Sabin Etxea (en euskera, Casa de Sabino, refiriéndose a Sabino Arana) no reconocían la Constitución. Como si eso no se supiera desde 1978.

 España entera se había quedado estremecida de espanto por el desastre de Aznalcollar cuando una balsa plagada de residuos metálicos pesados se quebró en varios pedazos y puso en peligro la maltratada, tantas veces, reserva de Doñana. El drama ecológico se arregló con prisas inusitadas probablemente porque desde el Gobierno de la nación no se quiso poner en peligro las sucesivas estancias de los presidentes en el confortable, aunque plagado de mosquitos, palacete del lugar. Allí Aznar recibía a gobernantes universales cercanos y lejanos ideológicamente como el laborista Tony Blair. Ambos establecieron una sólida amistad, ahitos entonces de poder y gloria; Aznar porque -ya lo hemos escrito- triunfaba enderezando nuestras cuentas y Blair conseguía al alimón que el Ulster y la República de Irlanda ratificaran el Acuerdo de Paz del Viernes Santo que en teoría terminaba con centenas de años de guerra declarada entre las comunidades católicas y protestantes. Blair llevaba este pacto a gala, tanto que, convencido por su mujer, se pasó con armas y bagajes a la doctrina católica. Cosa que le agradó sobremanera al inquieto Papa Juan Pablo II. El Pontífice acababa de regresar de Cuba de largar una bronca descomunal a Fidel Castro, al dictador comunista, que se la tomó a beneficio de inventario y a la postre no sirvió para nada. 

 Fue 1998 un año emblemático en el que los españoles, tan dados a celebrar las efemérides como a ocultarlas, ignoramos que se estaba cumpliendo exactamente un siglo de la pérdida de nuestras últimas colonias trasnacionales: Filipinas, la citada Cuba y Puerto Rico. Todo empezó cuando el preboste de la prensa americana de entonces, el mecenas del Premio Pulitzer, William Randolph Hearst, se inventó el ataque al Maine para desencadenar un conflicto que él justificaba así: «Dadme las razones que yo pondré la guerra» Y, ¡vaya si la puso! Fue una conmemoración sangrienta de la que no quisimos saber nada. Todo lo contrario de lo que sucedió con un cotilleo ligado nada menos que a la Casa Blanca: el idilio sexual entre la becaria Monica Lewinsky y el presidente Clinton, que primero negó la maniobra de bajos fondos y luego no tuvo más remedio que reconocerla ante el correspondiente Tribunal que no se anduvo por las ramas; el demócrata Clinton salvó la Presidencia y, según un rotativo amarillo de Nueva York, también libró su matrimonio con su señora Hillary, una dama de pelo en pecho que luego convirtió a su marido en poco menos que en un mamporrero de sus ilusiones presidenciales.

 Y este año del tigre, según el peculiar y muy acertado a veces calendario chino, culminó con el suceso laboral de casi todos los años: una huelga general promovida por los denominados sindicatos de clase, UGT y Comisiones Obreras, que puso el país medianamente boca abajo. Luego, el ministro del ramo, Javier Arenas, se lanzó a los brazos de los jefes del rollo sindical y aquello terminó en tablas, sin vencedores, ni vencidos. El Santander se comió definitivamente al histórico Banesto. El Consejo de Europa prohibió que los hombres nos clonáramos como si fuéramos un remedo de las ovejas Dolly, y el Barcelona ganó el Campeonato de Liga, probablemente porque ya había aparecido sobre el césped del Nou Camp el corrupto Enríquez Negreira.