Tres Martínez, los últimos de San Pedro de la Hoz

S.F.L.
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Los hermanos Urbano, Angelín y Julita resisten como los únicos habitantes de un pueblo devastado por la temida despoblación

Tres Martínez, los últimos de San Pedro de la Hoz - Foto: S.F.L.

A San Pedro de la Hoz solo se llega de manera intencionada. Poco hace posible caer en este lugar sin voluntad de estar en él. El despiste accidental no juega a favor del viajero. Ni del lugar. A 6 kilómetros del Santuario de Santa Casilda y a 13 de Briviesca se enmarca la localidad. La calle principal y las que rodean las 13 casas que aun se mantienen en pie fueron tomadas hace ya años por los gatos, que  descansan sobre el empedrado sin alterarse aunque se pase por el medio de las asambleas que a diario convocan.

Se abre el portón de una casa y de ella sale un hombre de mediana estatura con cara simpática. Es Angelín, uno de los tres habitantes del «pueblo fantasma», como él mismo lo llama. Viste una camisa, un jersey y un chaleco fino, a pesar de los -6 grados con los que amanecieron. Tendría que calcular el tiempo que lleva viviendo con su hermano, a día de hoy no lo recuerda, pero lo que tiene claro es que no podría pasar los últimos años de su vida «en un lugar mejor».

El otro vecino es Urbano Martínez, el hermano mayor, que nunca llegó a abandonar el nido. Desde que murieron sus padres, hace más de 30 años, y la familia que quedaba se mudó a Briviesca, permanecen solos en este recóndito lugar de la Bureba. No usan teléfono fijo y la cobertura para el móvil es mínima y sólo se deja pillar en un ángulo concreto. En casa, el fuego principal es de leña y para llegar al pueblo más cercano tiran del coche. Mientras Angelín hace uso del hacha y corta los troncos que servirán para calentarse, el primogénito toma su carretilla para apilar la madera en su correspondiente casetilla. El más joven residió en Bilbao durante décadas por motivos laborales, pero «llegaron las vacas flacas y perdí el empleo, por lo que regresé al pueblo a vivir con mi hermano», declara. Urbano es un hombre solitario pero reconoce que la vuelta del «pequeño le puso contento porque tendría alguien con quien hablar a diario».

A estas alturas de la vida no pretenden moverse, «no lo hicimos cuando se fueron los últimos y no lo haremos ahora. Tenemos lo que necesitamos: lo que da la tierra, agua y animales, y cuando hay que comprar algo importante, como el pienso, vamos a Briviesca», exponen. Angelín se sacó el carnet de conducir pero Urbano no, un hecho que le ha impedido conocer poco más allá de las fronteras burebanas. «He estado en Bilbao, Santander y las cuatro provincias de Galicia, aunque hace ya mucho que no salgo», manifiesta.

Su día a día se mantiene en línea recta y pocas son las situaciones especiales que surgen en un pueblo con tres habitantes. Sin embargo, con la llegada de la «tata» más pequeña, Julita, la tercera en discordia, a la que han ''adoptado' desde que llegó la pandemia de coronavirus y con ella el terror de visitar, aunque sea para ir al médico, Briviesca, su ciudad, la monotonía se ha medio esfumado. Cada uno tiene su casa y sus tareas pero siempre sacan tiempo para pasar ratos juntos. «¡Como para no!», expresa con salero la mujer. «Solo faltaba que estando solo tres ni nos hablásemos», añade. Los hermanos comienzan su jornada con un buen desayuno y ya después, cada uno tira «para un lado», comenta entre risas Angelín.

Juntos recuerdan lo que hace casi 80 años fue San Pedro de la Hoz y destacan que nunca estuvo muy poblado, con apenas siete u ocho familias, pero la convivencia era muy agradable. Urbano tiene entre ceja y ceja la buena labor que hizo en la escuela doña Carmen, una profesora que tuvieron durante varios cursos que procedía de Valladolid. «Nos enseñó muchas cosas a pesar de que los seis o siete que íbamos al colegio teníamos edades diferentes y aprendíamos a ritmos distintos», rememora.

También hablan de los obstáculos que se interponen en el camino al residir en un lugar con las características y el acceso al pueblo. La carretera que lo une con Briviesca no puede ser más aventurada. Estrecha, con multitud de curvas y una singular dificultad hace de este trayecto lo más semejante a un viaje en montaña rusa. Pero sin escuchar los gritos de las personas que sienten salir disparadas en los loopings. Aquí no se aprecian sonidos ni apenas señales de vida. El paisaje es áspero, rocoso y de poca vegetación, más bien de campos de cultivo.

«Antes solía aparecer como por arte de magia el panadero, pero desde hace tiempo no le vemos. Dice que no le merece la pena hacer la ruta por aquí. No me extraña, con nosotros tres y los de Galbarros no gana para gasolina», afirma entre carcajadas Angelín. «Pero esto no viene de ahora, cuando éramos pequeños tan solo vendían el pescadero, el frutero y poco más», añade. Parece que el tema no va con Julita, que asegura que no echa nada en falta «el ajetreo» de los pueblos más grandes y de las ciudades, y que cuando necesita algo se lo pide a su hija para que se lo lleve a la puerta de casa.

Desventajas.

Los tres se muestran encantados de habitar el lugar en el que nacieron y se criaron aunque si tienen que poner un pero es el de la falta de conversación con otras personas. «Aquí ya no se divierte nadie. Se nos olvida hasta hablar con la gente y nos hace mucha ilusión que vengan de fuera a visitarnos. Reconozco que para el que no esté acostumbrado es duro vivir en un lugar tan desolado», confirma el mayor. La hermana, que tiene unas inquietudes bastante dispares a la de los mayores, se lamenta de la poca cobertura telefónica de la que dispone y que el internet no haya llegado. «Me gusta entretenerme con el ordenador y me he visto obligada a dejarlo de lado. Pero bueno, me divierto de otra manera, coso y me gusta mucho pintar piedras, por no hablar de lo que disfruto de vivir rodeada de naturaleza», aclara.

Asimismo, piden al Arzobispado que haga lo que esté en su mano para rehabilitar la iglesia y el campanario, el cual aguarda dos campanas nada corrientes de bronce. Una de ellas es enorme y de sonido largo pero las dos tienen crípticos mensajes, en tipografía y alfabetos varios y cuyo significado nadie hasta ahora ha sabido descifrar. En el templo no se oficia misa desde hace más de una década y «ya ni el cura de la zona se pasa a visitarnos. Antes Félix Castro, el que fue el Capellán del Santa Casilda venía de vez en cuando», apostilla Angelín. Pero los tres aún son capaces de soportar la grieta más difícil del lugar: ser el último pálpito humano de este paisaje.