2000. Los cataclismos que no llegaron

Carlos Dávila
-

2000. Los cataclismos que no llegaron

El primero estaba previsto para el minuto inicial del 2000. Se anticipó que los ordenadores del mundo mundial iban a estallar o, por lo menos, se quedarían en blanco. Todo el universo estaba avisado. En España, el Gobierno de Aznar fichó antes de las uvas a un centenar de funcionarios por si sobrevenía una catástrofe. Uno de ellos, experto como pocos en la última informática, cuando pasó el trance, nos confesó a un grupo de periodistas: «A las 23,45 horas estábamos blancos de miedo, como si en realidad fuéramos un grupo de supersticiosos a la espera de lo peor, así que a los 20 minutos, cuando las campanadas habían arrojado la entrada del nuevo año, prorrumpimos en una ovación, literal, como si otra vez el hombre hubiera llegado a la Luna». El orden estaba asegurado pero los augures seguían haciendo su agosto en los comienzos de enero. Así que uno de ellos, de insoportable acento argentino, llegó a prever la gran catástrofe. Anunció: «No se confíen: para principios de mayo puede saltar la sorpresa». La sorpresa consistía nada menos que el deslizamiento de la capa de hielo que cubre la Antártida. El tipo era un mal copista de un tal Richard Noor, un émulo de Nostradamus, que, a partir del 5 de mayo, tuvo que esconderse porque sus convecinos pretendieron lincharle.

 

Actuaba de profeta cenizo contra todas las luces de la razón porque, en realidad, el 2000 nacía como año bisiesto, o sea, parece que de bienes. Era para el calendario chino el del Dragón lo que suponía nobleza, suerte, mucha bendición general, y encima y, para mayor inri y ejecución de los gafes, se inauguraba entonces el Segundo Bimilenio tras la aparición de Cristo, el hijo de Dios, en la Tierra. Los científicos pusieron siglas al 2000 y le calificaron así: Y2K, «Y» de año en inglés naturalmente, 2, la primera cifra de la referencia anual y «K» de kilo, es decir, de 1.000 según explicaron, pero eso lo entendió poco público. Con el champán todavía en las copas estalló ya en todo caso una gran polémica bastante insólita, estúpidamente engordada. «En el 2000 ¿empieza o no el Siglo XXI?». Pues así, con esta bobada se pasaron algunos diletantes bastantes meses hasta que, no se sabe si puestos de acuerdo de antemano, la mayoría de los grandes periódicos sentenciaron que «efectivamente; ya estamos en el siglo XXI».

Para festejar el estreno se comunicaron grandes avances técnicos y biológico: Bill Gates, todavía un chaval con un cociente intelectual rayando en la atmósfera, presentó su revolucionario Windows 2000, del que nos hemos venido aprovechando tantas veces y, casi al tiempo, las redes se inundaron de pequeños correos inimaginables; se habían estrenado los famosos SMS. Eso en el mundo de la nueva tecnología, lo de los adelantos biológicos todavía fue mucho más espectacular porque, por ejemplo, desde Londres se nos comunicó al resto de los mortales que ya se había dibujado el primer borrador del genoma humano. 

O sea, que a partir de entonces la genética invadía decididamente nuestras existencias hasta configurar un nuevo conocimiento de las enfermedades. Ese avance no causó polémica, no sucedió como con la noticia del nacimiento de los primeros gemelos fecundados sin esperma humano, sólo mediante la maduración in vitro de células precursoras de los espermatozoides. La fecundación artificial había dado un paso de gigante. Y para mayor asombro del público en general y en medio de un debate con tintes éticos indisimulables, Estados Unidos, su famosa FDA (Food and Drug Administration) aprobó la clonación de seres humanos con fines médicos. Y no se trataba de ovinos tipo la precursora oveja Dolly, sino de personas idénticas. Ahora mismo la discusión continúa y no parece que los especialistas se hayan puesto de acuerdo.

En España estábamos como siempre desde hacía 40 años: soportando las matanzas de ETA (nada menos que 27 asesinatos en aquel ejercicio) y además con víctimas muy señaladas como el socialista bilbaíno Fernando Buesa, al que la banda mató al tiempo que a su escolta con un coche bomba que destrozó sin piedad los dos cuerpos. También murió, acribillado a tiros, el que había sido ministro de Sanidad, Ernest Lluch, en un atentado peculiar que, pasados los años, ha deparado la siguiente circunstancia: los sucesores del político terminaron más o menos confraternizando con los pistoleros. También cayó abatido el coronel médico sevillano, Antonio Muñoz Cariñanos y en el tiempo final del año otro militar, al que le explotó un artefacto bajo la ventana de su propio domicilio con la mujer del jefe mirando por la ventana. 

En la España negra hubo de todo por aquellos tiempos, sin ir más lejos un triple asesinato que durante días y días ocupó toda la atención mediática del país. Un jovenzuelo, aparentemente sin trastornos psicológicos conocidos, José Rabadán, agarró una catana, un sable encorvado que nadie supo por qué estaba en su poder, y segó la vida de su padre, su madre, y de una hermana pequeña afectada por el Síndrome de Down. El tipo confesó el horrendo crimen con la mayor de las tranquilidades y hoy parece que vagabundea por España sin que nadie se acuerde de él. Efectos de un sistema penitenciario muy permisivo. Y es que en nuestro país no hay partido que llegara al poder por aquel entonces que no prometiera agravar el Código Penal llamado «de la democracia», una pléyade de artículos que no eran, y no son, precisamente beneficiosos para la persecución del Mal. Con ese compromiso y otros más contingentes, obtuvo en marzo José María Aznar un éxito apoteósico en las elecciones generales. Ganó por mayoría absoluta, creyó que entonces se abría un etapa primorosa de paz social, pero no fue así: cuatro años más tarde del triunfo, el Partido Popular fue removido del poder gracias a la gran tragedia de los trenes de Atocha, un balance de casi 200 muertos, y muchas incógnitas que aún restan por despejar,

Así que, apenas sin romperse ni mancharse, accedió a La Moncloa un todavía muchachuelo José Luis Rodríguez Zapatero, el que había derrotado al increíble José Bono en un Congreso que abrió las puertas para un nuevo PSOE populista y definitivamente volcado a la izquierda radical que luego se ha consagrado con Pedro Sánchez. Al PP de entonces, la verdad, no le cabía un problema, ni un escándalo más. Todos, bien es cierto, le venían de fuera, como el desastre de las vacas locas que terminó por condenar a toda la cabaña bovina española (también a gran parte de la europea) un desastre que fue conducido por una ministra, Celia Villalobos, que pronto confundió los test de identificación patológica con las hipotéticas vacunas contra las encefalopatías espongiformes. Bien que lo pagó la política malagueña. 

Fue el comienzo de una crisis financiera que revolvió la estructura económica del mundo, también domésticamente la de España. Coincidió aquella tragedia con la que protagonizó el gran avión que se había presentado como la más enorme revolución creada por los ingenieros aeronáuticos: el Concorde, que tardaba poco más de tres horas en llegar desde Londres a Nueva York. Se fue a pique, no ha vuelto a volar. De esta guisa acabó el Anno Domini. 

Para los seguidores del buen cante español terminó aún peor: el cantautor granadino Carlos Cano, autor del fado-copla María la Portuguesa se nos fue al segundo intento, apagada su vida por un brutal aneurisma disecante de la aorta. Dos meses antes se bajó del barco La Dorada de la serie Verano Azul Antonio Ferrandis, el entrañable Chanquete.