¿Qué 'mató' a la Cellophane?

G. Arce
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El último director de la fábrica de papel celofán de Burgos, y al que le tocó la ingrata tarea de cerrarla recuerda sus 36 años de trayectoria en una industria que empezó a operar hace ahora 70 años y que es un referente económico

Ángel Zamarriego - Foto: Jesús J. Matí­as

Ángel Zamarriego llegó desde Galicia a la fábrica de Cellophane Española en el año 1965 y, lejos de felicitarle, algunos de la plantilla le espetaron eso de que ‘no sabía dónde me había metido...’, lo mismo que le advirtió el presidente entonces de la multinacional belga UCB, propietaria de esta industria. La irrupción en el mercado de un nuevo plástico, el polipropileno, amenazaba "de muerte" al papel celofán, el que se venía fabricando con costes mucho más altos y con propiedades más pobres junto al monasterio de Las Huelgas desde aquel 29 de julio de 1949, el día que Franco inauguró la planta. Pero los malos augurios al recién llegado no se llegaron a cumplir en el corto plazo ni tampoco en el medio: este segoviano, nacido hace 81 años en Cantalejo, entró como ingeniero industrial de mantenimiento, ascendió a jefe del departamento y luego de fabricación, y luego a director técnico. Finalmente, y durante 14 años, sería el último director general de una industria clave en el desarrollo del Burgos contemporáneo, y el encargado de cerrarla en el año 2001.

La amenaza del polipropileno, recuerda ahora en la distancia, estuvo presente a lo largo de los 36 años en los que estuvo trabajando en la compañía papelera. En los sesenta ya era la comidilla entre la plantilla, pero la Cellophane llegó a los 1.100 trabajadores [comenzó con 180], instaló una nueva maquinaria que permitiría la producción en continuo y duplicó las cantidades de celofán que salían de Burgos, hasta alcanzar las 60 toneladas al día. Fueron los tiempos de Eugenio Isasi en la dirección (que se jubiló en el 67), padre de Francisco, que también fue directivo de la fábrica y posteriormente director de la Caja de Ahorros Municipal.

Con el hijo comenzó también la exportación a todo el mundo. El celofán de Burgos llegó a destinos tan exóticos entonces como Rusia, Irak, Siria, Pakistán... Se conquistaban nuevos mercados por la intuición y saber hacer del equipo burgalés, pero también porque empezaban a cerrar fábricas de celofán en el resto del mundo. Hoy solo queda una...

El papel plástico se utilizó para fabricar bolsas y para envolver todo tipo de alimentos, aunque uno de los principales y más fieles clientes de Burgos fue Tabacalera Española. Millones de cajetillas de tabaco se protegieron de la humedad con este producto transparente, que se abría tirando de un fino hilo.


Vascos

La Cellophane llegó a la ciudad porque sí, como ocurrió con muchas empresas de la posguerra. Es difícil saber si pesó más el dedo del inquilino del Palacio del Pardo, las generosas ayudas públicas municipales para la implantación de industrias o la predisposición de una pequeña ciudad de provincias para acoger en su casco urbano, junto a un tesoro patrimonial como Las Huelgas, una actividad altamente contaminante.

El caso es que fue una decisión de la compañía vasca La Papelera Española, atraída -argumentaron- por los beneficios industriales que brindaba una ciudad que dio todas las facilidades posibles a un proyecto que prometía 20 millones de pesetas de inversión [finalmente fueron 60] y mil puestos de trabajo que se incrementarían hasta superar los 3.000 [que nunca se alcanzaron]. "La acogida [del proyecto] fue singularmente cordial", reconocieron los vascos, un testimonio que se puede leer en los rigurosos estudios históricos desarrollados por los profesores de la UBU Henar Pascual y Gonzalo Andrés.

La fábrica ocupó 20 hectáreas de suelo en las traseras de Las Huelgas, aunque la sede social estuvo en Bilbao, donde se domicilió la filial de la que dependía, controlada por Papelera Española y la compañía belga Societé Industrielle de la Cellulose (Sidac), que aportó la tecnología en la fabricación del papel plástico. De hecho, los primeros contramaestres y jefes de taller vinieron de las papeleras de Rentería, de Arrigorriaga y de Aranguren. El resto de la plantilla, de toda la ciudad y su provincia...

El último director general añade una visión personal a la ubicación de la planta. "Para hacer celofán se necesita una gran cantidad de agua y el proceso de producción genera una gran cantidad de residuos. Aquí se hicieron grandes inversiones en depuración, pero casi nunca cumplimos con las condiciones antes de verter al río y los avisos fueron continuos. Estamos ante un tipo de fábrica que solo puede estar cerca del mar... Las que hubo -hoy apenas quedan- se instalaron en la costa y en ubicaciones urbanas pequeñas, para que la gente aguantase una industria que contaminaba y olía, pero que les daba de comer..."..


Cierre

Ángel Zamariego no recuerda cuándo le comunicaron exactamente el cierre definitivo, aunque la noticia saltó a la opinión pública el 13 de septiembre del año 2000. Era algo que se temía desde hace tiempo, especialmente a partir de los 90, cuando se exigió que toda inversión que se realizase en la planta debía estar amortizada en el plazo de un año como máximo. "La noticia que esperábamos se confirmó a finales de los 90. Algunos pensaron que se cerraba por el valor de los terrenos, pero la razón última fue que el celofán ya no se vendía, los costos eran muy altos y cada vez había más exigencias medioambientales. El valor del suelo fue lo que, a la postre, permitió que los despidos fuesen mucho menos traumáticos y las indemnizaciones fueran, digamos, buenas...".

La fábrica cerró definitivamente en el año 2001, tras 9 meses sin producir, aunque continuaron pagándose religiosamente las nóminas de los 264 trabajadores que quedaban en plantilla. Zamarriego tenía 64 años y medio y ya veía la jubilación próxima. Muchos como él eran veteranos, pues en los últimos años apenas hubo contratación.

Una parte significativa de la plantilla formó parte de las sagas familiares que caracterizaron el empleo de recomendación en esta fábrica. "Conozco familias de 4 o 5 hermanos que trabajaron en la planta, los hijos entraban siempre. Había pocos procesos de selección..., aunque hubo hijos que no fueron como los padres".

Cellophane fue una fábrica de referencia, un destino laboral ideal  recordado por sus buenos sueldos (y también por sus olores y condiciones duras de fabricación). Un contramaestre de hilatura con turnos, noches y pluses por toxicidad y olores se llevaba 5 millones de pesetas limpios al año de entonces, "algo que no cobran hoy muchos ingenieros con experiencia...". "Entonces se decía que la que mejor paga es Cellophane y donde más se trabaja es en Firestone". "Los salarios fueron altos y, como consecuencia, las indemnizaciones también. Creo que la gente salió bien...", matiza el exdirectivo.

Según informó este periódico en su día, los despedidos lograron unas indemnizaciones por una cuantía superior a los 5.800 millones de pesetas (casi 35 millones de euros). Se pudieron acoger a la prejubilación a partir de los 52 años. 
El último director de Cellophane vivió momentos difíciles al final de su vida laboral, pero 16 años después le queda el recuerdo de la paz sindical que se disfrutó en la fábrica bajo su mandato. Es más, solo hubo una huelga (y de una mañana) motivada por un convenio colectivo, aunque la fabricación siguió sin problemas. Las máquinas funcionaron con normalidad en la primera huelga general convocada con Felipe González en La Moncloa. "Allí no entraron los piquetes...".

Tampoco hubo accidentes graves. Solo recuerda una muerte en los 60, por el aplastamiento de un operario alcanzado por un fardo de pasta. "No recuerdo de nadie con sulfocarbonismo [mal que provocaba la impotencia]. El que más protestaba por esto tenía 7 u 8 hijos...", ironiza.
barrio. "Desde aquel cierre veo una ciudad que ha cambiado totalmente, que ha ganado muchísimo y se ha modernizado", reflexiona este exdirectivo, que sigue aportando ideas para el desarrollo de Burgos desde la comisión ejecutiva del Instituto Tecnológico de Castilla y León (ITCL), a la que pertenece. Le gusta el nuevo barrio que lleva el nombre de su fábrica y también el bulevar, que transcurre por donde antes estaban los límites de la parcela.

En las 20 hectáreas que ocupaba el complejo fabril se han construido 1.200 viviendas, un supermercado y una iglesia... Más de 3.000 personas habitan lo que fue el territorio de la firma emblemática.


Chimenea 

Zamarriego vivió de cerca la construcción de la chimenea de 168 metros y mil toneladas de peso que sería el símbolo de la fábrica y del Burgos industrial, compitiendo en altura con las agujas de la Catedral, lo que escoció a más de un concejal. También conoció su demolición con una grúa provista con una gran pinza, proceso del que no guarda especial nostalgia. "Todo tiene su momento y éste pasa...".

 En 1974, cuando se decidió construir este gran tubo vertical, ocupaba el cargo de jefe de fabricación. El ingeniero Diego Contreras -"mi referente"- asumió un proyecto de diseño británico, cuya obra duraría dos años y costaría 40 millones de pesetas.

Los motivos para levantar tal mole estaban en el fuel de las calderas, que se traía desde México y cuya combustión generaba mucha suciedad y toxicidad. No solo llenaba de hollín todas las calles y tejados del barrio de Las Huelgas, sino que los humos y los olores se esparcían por una buena parte de la ciudad. La primera chimenea de labrillo, de 60 metros, era insuficiente, especialmente para disipar el alto contenido en azufre y dióxido de azufre (SO2). A 160 metros de altura y con los aires propios de Burgos, los malos humos se fueron lejos del casco urbano.

La instalación de las calderas de gas, en 1987, cambió la situación. Cellophane dejó de ahumar y se convirtió en el primer cliente del gas natural de la ciudad. Es más, fue la industria motora para la introducción esta nueva energía en los hogares burgaleses.
De todo aquello no queda ningún vestigio físico, ni una triste placa en la calle, y sí muchas páginas de Diario de Burgos y más recuerdos -todavía frescos- en varias generaciones de trabajadores burgaleses.