Memoria de un topo burgalés

R.P.B.
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'La trinchera infinita', película recién estrenada en San Sebastián, remite a las historias de quienes se ocultaron durante la Guerra Civil. Daniel de la Iglesia evoca la del burgalés Eduardo Calderón, que pasó tres años en una buhardilla

Memoria de un topo burgalés - Foto: Luis López Araico

El miedo. Y el instinto de supervivencia. Cuando vio las tropas en torno a Capitanía, y supo de las detenciones de compañeros de sindicato y de partido, y percibió airadas miradas, y escuchó todo tipo de maledicencias, Eduardo Calderón decidió esconderse sin saber que se estaba enterrando en vida. Que iba a convertirse en un topo y que sus días como activo militante de UGT y Partido Socialista iban a vivir un largo, eterno paréntesis, lleno de silencio y oscuridad. El 18 de julio de 1936 Eduardo Calderón, peluquero y barbero, activo miembro del Ateneo Popular, intuyó que su vida corría peligro. A fe que fue un presentimiento acertado: muchos de sus amigos y compañeros fueron encarcelados y asesinados en las semanas siguientes por los sublevados, como le confiaría años después a Daniel de la Iglesia, cuya prodigiosa memoria atesora el relato de la epopeya de aquel burgalés. Memoria y testimonio: como la cuartilla escrita del puño y letra de Calderón en la que éste enumera la lista de todos los amigos y conocidos asesinados en aquellas primeras semanas de vesania. En ella están los Labín, Antonio José y su hermano Julio, Plácido Pérez Barriuso y unos cuantos más.

Calderón tenía 30 años. Preso del pánico, corrió a ocultarse, pero no lo hizo en su casa de la plaza Vega, donde vivía con sus hermanas. Consciente de que pudieran ir a buscarle, como al cabo sucedió, recurrió con desesperación a una lejana familiar, propietaria de una discreta buhardilla junto al Arco de Santa María, quien sin dudarlo le acogió a la vez que se comprometía a informar a las hermanas de su paradero y a mantener un escrupuloso silencio sobre la existencia del inquilino. Calderón franqueó la puerta de aquella angosta buhardilla el mismo 18 de julio en que se produjo la sublevación militar. Ya no volvió a salir, ni un solo día, en los tres años siguientes. «Cuando le conocí, de la mano de Virgilio Mazuela, descubrí a un hombre templado, tranquilo», dice Daniel de la Iglesia. Un carácter que sin duda tuvo que ayudarle para no enloquecer ya no los primeros días, sino los 36 meses que pasaría allí encerrado.

En ese océano de tiempo, a solas, tantas veces a oscuras, Eduardo Calderón se rodeó de fantasmas. Cualquier ruido extraño, cualquier voz más o menos cercana a su cubículo, era una invitación al terror, a la inquietud de que alguien estuviera buscándolo y estuviese a punto de dar con él. Las hermanas le llevaban todos los días comida y periódicos con los que pudiera entretenerse y que le sirvieran para conocer las evoluciones de la contienda. Durante los primeros días creyó esperanzado que el gobierno de la República terminaría sofocando la rebelión militar. Pero pasaron semanas, días, meses. Y no sólo no se cumplía aquel objetivo, sino que todas las noticias hablaban de lo contrario. De que los sublevados estaban fuertes.

Para no enloquecer se volvió metódico: hacía una limpieza diaria del escondrijo, se alimentaba siempre a las mismas horas, ejercitaba su cuerpo para que las articulaciones no se entumecieran... Los sobresaltos eran continuos. La banda sonora de sus días y sus noches siempre era la misma: ruido de tropas, de botas, de camiones, himnos marciales, desfiles. Él era una isla invisible en medio de la capital de la Cruzada, nada menos. Angustia, miedo, soledad... Y las noticias que iba recibiendo eran cada vez más desoladoras: los facciosos se acercaban a la victoria y su desesperación era cada vez mayor. Y eso que sus hermanas no le contaban informaciones que no aparecían en los periódicos, como que en el penal se hacinaban miles de hombres o que las cunetas de las afueras de la ciudad se hallaban sembradas de cadáveres. En ocasiones le tentaba abrir la claraboya y respirar y gritar. Aguantó. Resistió oculto en aquella buhardilla hasta el final de la contienda e incluso tres meses más. Exactamente hasta las fiestas de San Pedro del mes de junio de 1939.

 

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